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El Escritor: capítulo 7

-Epílogo-

 

 

 

 

Jorge empezó a aceptar la idea de que aquella pequeña que había aparecido un buen día como por arte de magia en su jardín era una simple ilusión que su mente había creado para devolverle la ilusión por lo único que conseguía mantenerlo cuerdo en la soledad que lo embargaba: escribir. Y así lo hizo. Un mes después de que Sara apareciese por última vez en su casa le mandó a su editor un borrador en el que relataba todo lo que había sucedido en su vida durante aquellos últimos meses. Lo contaba todo: como era Sara, lo que le había dicho, palabra a palabra, las historias sobre la vida de Azael que había inventado para ella… y su conclusión al respecto. Samuel lo había llamado para asegurarse de que estaba completamente seguro de querer que aquella historia se publicase, piensa en lo que la gente dirá cuando lo lea. No le importaba lo más mínimo lo que la gente pudiera opinar sobre él, nunca le había importado. Él escribía, y con eso le era suficiente. Y desde que conociera a Sara había recuperado esa inspiración que se había ido con su mujer y su hija.
El libro resultó ser todo un éxito. La gente hacía cola para comprarlo, atraídos por los diferentes comentarios que se escuchaban al respecto. Algunos estaban convencidos de que la pérdida de su familia lo había trastornado, que aquel incidente lo había hecho enloquecer hasta el punto de empezar a convertir en realidad a sus propios personajes. Otros simplemente se maravillaban con la historia de Azael y se sentían intrigados por el misterio de la pequeña Sara.
A los dos meses publicó El viaje de Azael, una versión extendida de la historia que había inventado para Sara con nueve capítulos más. Los que antes afirmaban que estaba loco enmudecieron al leer las aventuras y desventuras del joven Azael y su cuaderno misterioso, y los que quedaron intrigados con los primeros capítulos de su anterior libro alabaron su capacidad para reinventarse. Aun así algunos siguieron pensando que aquel que una vez fuera un magnifico escritor de novelas de misterio había perdido ese toque mágico que convertía sus novelas en verdaderas obras de culto para sus lectores.
Aun a día de hoy sigo sin estar completamente seguro de quien, o que, era en realidad Sara. Puede que aquellos que me creen loco tengan algo de razón después de todo y fuese tan solo producto de mi caótica cabeza, o puede que estén equivocados y esa pequeña que tanto me inspiró en un momento tan complicado de mi vida esté sentada junto a su madre disfrutando del final del viaje de Azael en este mismo momento.

En todo caso, y leas o no todo esto, gracias por volver a despertar mis musas Sara.


El Escritor: capítulo 6

-Azael y el regreso a la ciudad perdida-

 

 

 

Habían pasado dos semanas desde que había visto a Sara por última vez y casi había abandonado la esperanza de conocer la verdad sobre su relación con Ángela. Cada noche soñaba con su hija, con su sonrisa y el sonido de sus risas y se despertaba empapado en un sudor frio que se empeñaba en recordarle la soledad que lo rodeaba. Aquella soledad que lo había acompañado incluso antes de que su mujer muriese, a la que había acostumbrado y que últimamente no le dolía como lo hiciera unos meses atrás.
Durante aquellos últimos días había aumentado sus incursiones en la vida social de la urbanización, aprovechaba las salidas con Noa para indagar un poco más en el misterio que envolvía cada aparición de la pequeña. Conversaba con los vecinos cuando coincidían al sacar la basura e incluso entabló algo parecido a una relación de amistad con una joven pareja que vivía dos casas más al este. Ellos fueron los únicos que pudieron ofrecerle algo de información sobre su búsqueda. Al parecer el cartel de Se Vende que había encontrado frente a la última casa que visitó durante la primera batida del barrio no llevaba allí mucho tiempo. Según le contó Eva, una mujer de unos treinta años con el pelo mas rizado que había visto nunca, una madre la había alquilado varios meses atrás, pero al parecer ella y su hija tuvieron que regresar a su ciudad natal para cuidar de su anciana madre. No supo decirle el nombre de la pequeña, y la descripción que le dio tampoco le sirvió de mucho. Parecía como si el destino se empeñase en mantener vivo aquel misterio. Después de una velada agradable, de las que hacía mucho tiempo que no disfrutaba, decidió que debía terminar con el viaje de Azael. No estaba seguro de si Sara era real o solo una vía de escape creada por su imaginativa mente para deshacerse del lastre que lo empequeñecía de aquella manera, pero tenía que comenzar a cerrar capítulos si quería volver a sentir al menos parte de lo que un día sintiera por la vida. Con esa determinación instalada en su cabeza encendió el ordenador en cuanto llegó a casa y empezó a escribir.

 

Azael estaba tumbado sobre su espalda mientras se dedicaba a contar las estrellas. Se perdió por tercera vez justo en medio de una constelación que parecía estar justo en la cima de una montaña y vació sus pulmones en un lento suspiro. Ladeó la cabeza y se quedó mirándola, una vez más, mientras soñaba. Una noche se había despertado tras escuchar lo que le pareció un murmullo a su espalda, pero en la habitación en la que se encontraban no había nadie salvo ellos dos. Cuando volvió a tumbarse se percató de que era Lisa quien emitía aquellos murmullos. Aquella noche no consiguió apartar la vista de su rostro, ni comprender una sola de las palabras que salían de su boca. Intentar descubrirlo pronto se convirtió en su pasatiempo preferido en las noches en las que permanecía despierto para vigilar mientras ella descansaba.
La primera parte del camino de regreso había resultado increíblemente cómoda, gracias en parte al dinero que Lisa había reunido tras los años de trabajo como camarera en la posada. Viajaron a bordo de las carretas de los campesinos que encontraban a su paso por las distintas ciudades a cambio de un par de monedas, dormían y comían en posadas y compraban alimentos como carne seca, cecina, pasas, dátiles o chocolate que guardaban en un segundo macuto que habían comprado en una pequeña sastrería antes de partir hacia la ciudad perdida. Aquella comida la utilizaban cuando la distancia entre aldeas era lo suficientemente grande como para no poder cubrirla en el mismo día.
Pero el dinero, como era de esperar, se terminó, y en los macutos apenas les quedaba ya comida para un par de días. Azael esperaba encontrar pronto la ciudad perdida. Estaba convencido de haber recorrido el mismo camino que le había llevado a La Gruta, al menos gran parte de él. Tan solo durante aquellas semanas en las que Lisa tanto había insistido en desviarse para hacer noche en varias posadas podían haberse alejado algo del trayecto exacto. A pesar de ello logró retomar el sendero en casi todas esas ocasiones gracias a pequeños puntos de referencia que tomaba antes de dirigirse a cada una de las posadas. Además, cada una de aquellas noches bien había merecido el riesgo de acabar por no encontrar el camino de nuevo.

– Cuéntame otra vez como encontraste esa ciudad a la que nos dirigimos –el recuerdo de su cantarina voz acudió a su memoria en la oscuridad.

– Ya te lo dije, simplemente llegué a ella –le había apartado el rebelde mechón de pelo que siempre se balanceaba sobre su ojo-. Sela me dijo que resultaba inútil intentar encontrarla si pretendes hacerlo.

– Entonces… -había comenzado a decir al tiempo que se inclinó sobre la jarra de agua que el posadero les había subido antes de acostarse- ¿Cómo se supone que vamos a encontrarla ahora?

– Muy sencillo –posó su dedo índice sobre la punta de la nariz de Lisa-, seguiremos el camino que me llevó hasta ti de vuelta hasta la ciudad.
Lo que no le contó aquella noche es que a pesar de no estar seguro de que la ciudad perdida fuera a estar en el mismo lugar que él la dejo, algo en su interior le decía que terminaría por encontrarla porque era el lugar en el que debía estar. Solo hacía falta que eso no tardará mucho en suceder. Lo que si le contó fue la historia del hombre que, a causa de su descomunal estatura, se había visto obligado a abandonar su hogar. Le contó cómo había conocido a la Luna, o a Luna como habría apuntado Resno de estar con ellos, en la cima de la gran montaña sobre la que construyó su nueva casa. Lo hizo para explicarle como supo que Sela no mentía cuando le contó lo peculiar que era el cuaderno que le había entregado.
Azael miró al cielo de nuevo. Las estrellas brillaban en lo alto sin que ninguna nube amenazase con ocultarlas. Conocía aquel sitio, por eso estaba completamente seguro de que avanzaban en la dirección correcta. Reconoció la pequeña montaña cuando aun estaban a unos dos kilómetros de ella, los pinos que crecían a sus pies estaban exactamente igual que la primera vez que los había visto: separados en dos filas casi perfectas que rodeaban por completo la montaña. La cueva, que se encontraba a escasos diez metros de la cima, también seguía igual. Tan solo tuvieron que apartar un par de pedruscos, que seguramente se habían desprendido de las paredes, para poder extender las mantas de lana que ocupaban la mitad de sus macutos y dormir bajo el techo de piedra rojiza. No parecía que fuese a llover aquella noche, pero poder resguardarse del frio viento que soplaba justo antes del amanecer en aquella época del año sin duda merecía el pequeño esfuerzo. Allí fue donde había dormido una de las noches anteriores a conocer a Nora, Denan y sus dos hijos.
Su mirada se desvió del cielo hacia la dirección en la que se encontraba la pequeña casa de dos pisos. Habían pasado por allí hacia más o menos una semana, Lisa afirmaba sentir una gran curiosidad por conocer a Nora. El por su parte tenía muchas ganas de saber cómo se encontraba toda la familia. Era el lugar en el que más cómodo se había sentido tras la muerte de su abuela. Trever y Basel habían conseguido que volviera a reírse.

– Todavía sigo sin poder creerme que esa mujer rechazase la oportunidad de olvidar el dolor por la pérdida de su bebe –le había dicho después de que le contase la historia de la hoguera de las penas-. Era su oportunidad de dejar atrás toda esa amargura que sin duda debía sentir.

– Yo la entiendo –había decidido contarle la historia de Mara para evitar posibles preguntas que pudiesen incomodar a Nora-, estuve dándole vueltas a la cabeza durante un par de días después de marcharme de su casa.

<<pensé en la manera en la que hubiera reaccionado yo si me hubiese visto en esa situación, que decisión habría tomado de haberme sido concedida a mi esa oportunidad de quemar todas mis penas, de olvidar todo el dolor. Al principio estuve casi convencido de que habría dado cualquier cosa por dejar de llorar cada vez que algo me recordaba a mi abuela, cada vez que pensaba en lo solo que estaba en el mundo desde que ella me dejó. Recuerdo que la segunda noche la pasé en vela, decidiendo si daba media vuelta para preguntarle sobre el lugar en el que se encontraba la hoguera. Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a bañar la tierra mis ojos no pudieron aguantar más y se cerraron, sumergiéndome en un profundo sueño. Podría explicarte lo que soñé, pero no lo que sentí mientras lo hacía. Vi a mi abuela preparando la comida, enseñándome a leer… la escuché canturrear aquella cancioncilla que yo mismo le había enseñado. Todo parecía tan real que me dio miedo intentar tocarla, temía que si lo hacía se esfumaría como el agua entre los dedos. Solo quería disfrutar de aquella sensación una vez más. Cuando desperté, noté un par de lágrimas resbalando por mis mejillas. No era lágrimas de pena, ni de dolor, mi corazón estaba extrañamente sereno. Supe entonces que habría actuado exactamente de la misma manera en que actuó Nora. Si ya me resultaba complicado acostumbrarme a vivir sin ella, hacerlo sin tan siquiera mantener su recuerdo se me antojaba imposible.

– Me alegro de que decidieras no emprender ese viaje –se acercó a él para abrazarlo-, de haberlo hecho tal vez no nos hubiésemos conocido.

Azael se sorprendió pasándose un par de dedos por el labio inferior. Le resultaba increíble la facilidad con la que el recuerdo de los labios de Lisa acudía a su memoria. Si cerraba los ojos casi podía sentir su sabor. Pensó en la noche que habían pasado en casa de Nora y Dedan. Le había crecido un poco el pelo y lo llevaba recogido en una coleta sujeta por una cinta morada. Ella fue quien abrió la puerta y dibujó una sonrisa con los labios al verlo al otro lado. Trever y Basel se alegraron mucho de volver a verlo y se pasaron toda la cena mirando a Lisa y cuchicheando el uno con el otro. Dedan amenizó la velada con algunas de las que afirmó eran sus mejores historias y Lisa las escuchó todas acompañando con sonoras exclamaciones cada momento álgido de los relatos. Aquella noche volvió a disfrutar de la sensación de familia que tiempo atrás había perdido. Basel le dijo después que ya no mojaba la cama y que ahora era él quien chinchaba a su hermano. Al parecer el joven Trever se había quedado prendado de una joven que vivía unas casas más abajo, deberías ver lo rojo que se pone cada vez que la ve, tartamudea como si no supiera hablar. Él conocía muy bien esa sensación, y a pesar de que acompañó los comentarios del pequeño con risas, su mirada buscó a Lisa y recordó lo nervioso que se había sentido la primera vez que había hablado con ella en la posada. También le confesó que durante la cena él y su hermano no habían parado de hablar de lo guapa que era y de cómo habría conseguido engañarla para que se fuera con él.
Aquella misma pregunta también había asaltado su pensamiento en varias ocasiones durante los largos días de camino. Giró de nuevo la cabeza hacia donde se encontraba el cuerpo dormido de Lisa. El mechón oscuro volvía a cubrirle uno de los ojos y se enredaba un poco más con la pestaña cuando el parpadeo lo hacía temblar. No tenía ni la menor idea de que la había llevado hasta allí junto a él. La primera noche a su lado fue increíble. Se quedaron hablando casi toda la noche y el sol los sorprendió abrazados el uno al otro. Ella le dijo que quería marcharse de allí, que tenía ganas de ver todas esas cosas maravillosas de las que le había hablado.

– No son tan maravillosas después de una larga jornada de caminata con el estomago vacío –quería aclararle aquello, parecía completamente decidida a acompañarlo-, tal vez te lleves una desilusión.

– Seguro que si eres tú quien me las enseña serán tan maravillosas como las describes, o más –zanjó la conversación con un beso-. Apenas te conozco, pero tus ojos me dicen que esta etapa de mi camino discurre junto al tuyo. ¿Acaso no quieres que te acompañe?

Aun sentía sus preciosos ojos grises clavados en él, asaltados por la duda de que en realidad no la quisiera a su lado. Su respuesta había sido un dulce beso. No volvió a preguntarle al respecto.
Cuando abrió los ojos el sol acariciaba su cuerpo. Se incorporó y buscó a Lisa. No estaba a su lado. Salió y echó un rápido vistazo por la pequeña extensión de tierra que precedía a la entrada de la cueva pero tampoco la encontró allí. Comenzaba a preocuparse, nunca antes se había alejado de los improvisados campamentos en los que hacían noche, cuando escuchó unos pasos acercándose por su derecha.

– ¡Me alegro de ver que por fin te has despertado! –le lanzó una manzana-, parecías estar tan a gusto que me dio pena despertarte antes.

– No deberías alejarte demasiado –probó la manzana, estaba realmente dulce-, no sé si sería capaz de encontrarte en estas tierras si llegases a perderte.

– Tampoco se puede decir que me haya ido demasiado lejos –le sacó la lengua a modo de burla-. Ayer por la tarde vi un par de manzanos a unos pocos metros del pinar que hay abajo. Solo quería coger algunas para desayunar.

Azael le dio otro mordisco a la manzana, ella se acercó y le limpió el zumo que le resbalaba por las comisuras de la boca.
Se pusieron en marcha nada más terminarse las manzanas. Durante el descenso Lisa se detuvo en un par de ocasiones para recoger Senias, unas florecillas de color ocre y tallo ancho con pétalos en forma de diamante, y un par de Marinas tan azules como su propio nombre daba a entender. Sonrió cuando le contó como su madre siempre le insistía en la conveniencia de llevar un detalle a la hora de ir a visitar a alguien. El collar trenzado con flores silvestres que había recogido durante el camino y que le había regalado a Nora antes de que se sentaran a la mesa le vino a la memoria. A su anfitriona le gustó tanto que había buscado rápidamente un jarrón para convertirlo en un colorido centro de mesa.
Caminaron durante un par de semanas más y a pesar de que durante los primeros días disfrutaron de la calidez proporcionada por el sol, el cambio de estación pronto hizo aparición trayendo con él las primeras lluvias. Aprovechaban las cortas treguas que los aguaceros les concedían para avanzar sin mojarse en exceso. No siempre encontraban lugares que los resguardaran del agua a la hora de dormir, por lo que en más de una ocasión se habían visto obligados a improvisar rudimentarios techos con ramas y hojarasca. Utilizaban el barro creado por la lluvia a modo de cemento para conseguir que el viento no hiciese que todo su trabajo saliera volando por los aires en mitad de la noche. Puede que no fueran los mejores tejados de mundo, las goteras eran muchas y el barro no servía para tapar esas vías de agua que se abrían en el enramado, pero al menos los protegían lo suficiente como para no terminar cogiendo una pulmonía.

– ¿Estás seguro de que vamos por el camino correcto? –la pasada había sido la quinta noche que dormían bajo la lluvia-. Creo que me van a salir escamas como sigamos empapándonos como lo hicimos anoche.

– Deberías mirar hacia adelante Lisa, si tropiezas y te caes de culo no dudaré en reírme de ti.

– ¿Te reirías de una joven que se cae de culo al suelo? –se detuvo y se inclinó hacia él-. Te creía más galante.

– Si no fuera tan galante ni siquiera te estaría avisando –le besó la punta de la nariz-. Dejaría que siguieras andando de espaldas hasta que tropezases con esos árboles que tienes justo detrás.

Lisa se giró despacio, como con miedo de lo que pudiese encontrar al hacerlo, y de su abierta boca surgió una exclamación de sorpresa. Los arboles eran idénticos a como se los había imaginado gracias a sus descripciones.
Azael se puso junto a ella, puso dos dedos bajo su barbilla y le cerró la boca. Agarró uno de sus brazos y tiró de ella hacia el interior de la muralla que formaban los troncos de los arboles. Avanzaban despacio, sorteando las hileras de troncos y sin separarse el uno del otro más del largo de sus brazos. De repente sus manos se soltaron y Lisa perdió de vista a Azael. Se quedó quieta, intentando percibir algún sonido que le indicase hacia donde debía dirigirse. No escuchó nada salvo su respiración y el latido de su corazón, ambos más acelerados que de costumbre debido al miedo que le daba la idea de haberse perdido en aquella oscuridad.

– Azael –comenzó a llamarlo con miedo de levantar demasiado la voz y despertar a lo que quisiera que viviera en aquel bosque-. Esto no tiene ninguna gracia, como estés escondido detrás de alguno de estos árboles… ¡te vas a enterar!

– Estoy delante de ti –la voz de Azael sonaba muy cerca-. Solo tienes que seguir avanzando un poco más, ya casi estás.

Lisa miró a su alrededor pero las entrelazadas copas de los arboles no permitían que pasara ni el más pequeño rayo de claridad. Cuando comenzaba a dudar de sus posibilidades de encontrarlo una mano se abrió paso entre la oscuridad hasta alcanzar uno de sus brazos. Sus dedos se mezclaron y notó como tiraba de ella hacia delante. Tuvo que apartarse de la trayectoria de un par de troncos que parecían ir directos hacia su cara antes de salir a la luz del atardecer. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a aquella repentina claridad, exactamente como Azael le dijo que le había sucedido a él, y cuando lo hicieron paseó la mirada por la ciudad perdida. Azael tenía razón, más que una ciudad parece una aldea algo más grande de lo habitual, contempló las pequeñas casas de dos plantas y fachadas blancas mientras giraba sobre sus talones. Detrás de cada una de ellas se alzaban más de aquellos anchos troncos de corteza roja como solados que protegieran el perímetro de una fortaleza. El gran roble que presidía la ciudad llamó de inmediato su atención. Varios nudos convertían en aun mas rugoso su tronco, que se elevaba hasta donde le alcanzaba la vista. Azael tiró de ella una vez más y la guió hasta el círculo de piedras que hacían las veces de banco. Ambos se sentaron y él escuchó como ella suspiraba de la misma manera en que había suspirado él varios meses atrás.

– Aquí la tienes, la ciudad perdida –describió un arco con su brazo izquierdo.

– Es exactamente como me la describiste. Aunque yo la llamaría aldea –bajó el tono de voz para pronunciar las últimas palabras.

– Como le dije a él en su momento –Sela había salido de su casa y avanzaba señalando a Azael-, puedes llamarla como quieras.

– Esto… yo… -Lisa comenzó a tartamudear a medida que se ponía más nerviosa aun- no pretendía ofenderte.

– Tranquila pequeña –una sonrisa se dibujó en sus labios-. En todo caso ofenderías a la ciudad, o a la aldea –le guiñó un ojo-. Y no creo que ella vaya a decir nada al respecto.

Azael las presentó formalmente y los tres charlaron sobre cosas sin demasiada importancia. La pareja puso al día a Sela sobre la situación fuera de aquel pedacito de paraíso imperturbable, aunque a juzgar por la expresión de su cara le importaba más bien poco quien gobernase, cuanto hubiera subido el precio del barril de cerveza o lo difícil que resultara encontrar buena harina para hacer un pan negro decente. Cuando comenzaron a contarle alguna de las historias que habían escuchado durante el camino sin embargo, los ojos de Sela se abrieron y se inclinó hacia delante para prestar más atención.

– Veo que habéis disfrutado de buenos relatos durante vuestro viaje –parecía realmente entretenida con las historias que le habían contado-, apuesto a que el cuaderno que te confié está casi lleno.

– No deberías apostarte nada a lo que le tengas demasiado aprecio –comenzó a decir-. Es cierto que hemos disfrutado de grandes relatos –sacó el cuaderno del macuto-, tan grandes como increíbles, me temo.

Sela tomó el cuaderno entre las manos y lo apoyó sobre sus piernas. Comenzó a pasar las páginas mientras sus ojos iban y venían sobre las palabras escritas en ellas. Lo cerró y se lo devolvió a Azael de nuevo.

– No son pocas, y estoy convencida de que tendrás la oportunidad de escribir muchas más.

– Lo cierto es que… -empezó a decir- yo había pensado que tal vez podría quedarme aquí. Quizás algún día pueda serle de ayuda a alguien que crea que el camino bajo sus pies no conduce a ninguna parte, igual que tú me ayudaste a mí.

– Yo no hice nada más que ofrecerte otro punto de vista –seguía sujetando el cuaderno a media distancia ente los dos-. Verás Azael, lo cierto es que resulta imposible comprender algo en su totalidad si tan solo se cuenta con un punto de vista.

Lisa había permanecido en silencio durante todo ese tiempo, sentada entre los dos y mirando fijamente el cuaderno.

– Si os parece bien –se atrevió a decir al fin-, yo podría quedarme con el cuaderno.

– ¿Para qué lo quieres? Te sabes todas y cada una de las historias que hay… -la realidad lo golpeó duramente- claro, no sé cómo he podido imaginar ni por un momento que te ibas a quedar aquí, conmigo.

– A mí me parece bien –Sela le acercó el cuaderno a Lisa-. ¿Tú qué dices?

Azael había enmudecido. Rebuscó entre los recuerdos del viaje pero no encontró ni una sola ocasión en la que ella afirmase que su verdadera intención era permanecer junto a él. De hecho ni siquiera recordaba haberle comentado que su plan era quedarse en la ciudad perdida cuando la encontrasen. Tengo dieciocho años y desde que te conozco tengo la sensación de que no he vivido ni la mitad de lo que has vivido tú, era lo único que había dicho la noche que decidieron continuar juntos su camino.

– Sí, claro –acertó a decir al fin-. Supongo que no hay ningún motivo por el que no pueda llevárselo tal y como hice yo.

Sela asintió y dejó el cuaderno en las manos de Lisa. Esta acarició las tapas de color vino y le dirigió a Azael una mirada que este no supo comprender.
Aquella misma noche, cuando Sela les dejó a solas después de mostrarles la pequeña casa que sería el hogar de Azael a partir de ese momento, Lisa y él se despidieron. Lo hicieron en silencio, sin pronunciar una sola palabra. Al terminar la cena que Sela se había ofrecido a prepararles a ambos se miraron a los ojos y durante unos segundos él intentó encontrar las palabras para explicarle lo mucho que la iba a echar de menos y ella quiso decirle lo agradecida que le estaba por haberle descubierto tantas y tantas historias. Al final fue el silencio quien se hizo oír y se despidieron en la oscuridad de la noche. Pero la oscuridad no era total, una vela se encargaba de iluminar el salón, aunque fuera tenuemente, y saber que Lisa regresaría antes o después para devolver el cuaderno al lugar al que pertenecía iluminaba su apenado corazón.

Cuando terminó de escribir se acercó hasta la impresora y la encendió. Un par de bip-bip después pulsó en el ordenador la pestaña de imprimir y se sentó a contemplar como la maquina engullía el papel en blanco para escupirlo repleto de palabras. Recogió las hojas, apagó el ordenador y la impresora y salió al jardín. A medida que se acercaba a los arbustos iba cuestionándose lo que estaba a punto de hacer. Al principio le había parecido una buena idea imprimir el final de la historia para colgarlo de la verja que rodeaba el jardín, creía que a Sara le gustaría saber cómo terminaba el camino de Azael. Lo cierto es que no sabía si volvería a verla, de hecho ni siquiera estaba seguro de que existiera en realidad. Aun así decidió hacerlo, se acercó hasta la valla y fue pinchando cada uno de los folios en los postes con ayuda de una caja de chinchetas. Volvió a casa sin mirar hacia atrás y cerró la puerta del jardín tras él. Durante los siguientes dos días comprobó, no sin cierta desilusión, que las hojas continuaban exactamente en el mismo sitio en el que las había dejado. El tercero le pareció que alguna se había movido de sitio. El cuarto día se convenció de que nadie había tocado aquellos folios, su mente le jugaba malas pasadas. Después de una semana ni siquiera miraba por la ventana a fin de asegurarse de que continuaban allí.
Un buen día se dio cuenta de que las hojas habían desaparecido, tan solo quedaban unos pequeños pedazos blancos amarrado a la punta de la chinchetas. Quizás Sara hubiera regresado al barrio, o alguien las ha arrancado, incluso puede que haya sido el viento quien las haya arrancado de los postes.


El Escritor: capítulo 5

-Azael y el amor de Luna-

 

 

 

¿Por qué escritor? Tal vez sea la pregunta que más veces se haya repetido a lo largo de toda mi vida. Lo curioso es que no solo han sido otros los que me la han planteado (familia, amigos, periodistas…), si no que yo mismo me la he repetido en innumerables ocasiones.

            ¿Por qué escribir? Quizás porque es lo que he hecho siempre. Mientras otros se dedicaban a pegarle patadas a un balón, a perseguir chicas o a jugar al último videojuego de lucha de la videoconsola de moda por aquellos entonces entre los jóvenes, yo llenaba hojas y más hojas. En ocasiones, muchas de ellas en mis comienzos, se trataba tan solo de frases sin sentido que terminaban amontonándose en carpetas que aun a día de hoy siguen cerradas. Pero otras veces, al volver a leer lo que había garabateado, los sentimientos encerrados en aquellas palabras conseguían prender un fuego que la imaginación se encargaba de extender por todo mi interior. Puede que esa sea la principal razón por la que sigo haciéndolo: cuanto más escribo más me apetece escribir.

            Es algo complicado de explicar, me refiero a la sensación de paz que embarga todo mi ser cada vez que me encuentro frente a una hoja en blanco. En ese momento es como si todo el mundo desapareciese, como si todas las cargas, los problemas y los quebraderos de cabeza se desvanecieran. Tan solo estamos el papel y yo. Él vacio, yo lleno. Muchos son los que me han dicho que el papel en blanco los aturde, que  a la hora de traspasar ese tumulto de ideas que se arremolinan en sus cabezas se encuentran con un imponente muro que los echa para atrás. Eso nunca me ha sucedido a mí. Un folio en blanco no es más que un candado para el que un  bolígrafo resulta la más eficiente de las llaves. A fin de cuentas… ¿Dónde si no en un papel en blanco se pueden plasmar los miedos y destruirlos con dos simples frases? Los fantasmas, monstruos, villanos… todos aquellos personajes que lastran nuestra felicidad en la vida real son los que aparecen en las historias que escribo. Personas oscuras, con oscuros pensamientos y oscuras intenciones encuentran su justo merecido bajo la afilada punta de un simple bolígrafo. Soy yo quien abre la puerta o cierra la ventana; quien decide caminar o detenerse; quien decide recordar… u olvidar. Yo diseño mi mundo y yo decido si disfrutarlo o sufrirlo, si recorrerlo o romperlo en dos y comenzar a diseñar uno nuevo.

            En resumen, soy dueño del destino que escribo.

 

Recostó su cansada espalda contra la vieja silla, el lastimero crujido de la madera lo reconfortó. Levantó la mirada hasta toparse con las grandes vigas de roble nudoso del techo. Era la segunda vez que se ponía a trabajar en aquella dichosa autobiografía. Es la última vez que me engañas, recordaba la sonrisa de satisfacción dibujada en la cara de su editor cuando al fin logró convencerlo para que aceptase el encargo.

– Todos los grandes tienen una biografía publicada incluso antes de cumplir los sesenta Jorge –hablaba sin dejar de toquetear la pantalla de su nuevo teléfono móvil.

– Yo no soy ningún grande Samuel, y hay cosas que prefiero que el mundo no sepa, y más si para ello primero tengo que recordarlas yo.

Pero al final había cedido, se había comprometido a enviarle el primer borrador antes de que finalizase el año. La primera toma de contacto con aquel proyecto había terminado como todos y cada uno de los intentos de escribir algo serio durante los últimos meses. Recordaba lo raro que se había sentido mientras escribía la introducción unas semanas atrás. No se encontró cómodo frente al papel en ningún momento. Eso lo frustraba sobremanera, sobre todo cuando echaba la vista tras y rememoraba decenas de tardes otoñales sentado ante aquel mismo escritorio en las que las letras fluían incesantemente de su bolígrafo. Aquel segundo intento, sin embargo, le resultó mucho más gratificante. Apenas había tardado media hora en escribirlo y notaba algo parecido al cosquilleo que lo invadiera otrora al escribir. Parecía que el hecho de haber rescatado a Azael, uno de tantos personajes que permanecían olvidados en una carpeta, y continuar inventando su historia lo hubiera hecho regresar a sus comienzos, a aquellos tiempos en los que las musas revoloteaban a su alrededor a todas horas. Conocer a Sara hizo que vientos frescos recorriesen una habitación de su memoria que llevaba mucho tiempo cerrada a cal y canto. Pero las preguntas no dejaban de arremolinarse en su cabeza. Se debatía entre lo racional y lo que siempre había considerado inexistente. Seguía sin saber si era real, ni siquiera recuerdo haberla tocado ni una sola vez. Llevaba casi una semana sin verla, tiempo que invirtió en terminar un par de relatos cortos que encontró en una carpeta olvidada de su ordenador. “Ecos del Pasado”, una breve narración policial en la que un afectado por trastorno de identidad disociativa cometía varios asesinatos que traían de cabeza a un joven detective, había cautivado a Samuel con tan solo leer las primeras dos páginas. La idea era que viera la luz en un par de modestas librerías de la ciudad y potenciar su venta en formato digital una vez que terminase de leerlo y de, quizás, aconsejarle algún que otro cambio. El segundo, “Historia de un gato enamorado”, contaba las aventuras y desventuras de un pequeño gato que tras perder a su madre y terminar en una perrera es adoptado por una joven de la que terminaba enamorándose. Su editor frunció el ceño cuando se lo contó y decidió ofrecérselo como relato infantil a una editorial especializada en ese tipo de narraciones. Tampoco tardaría demasiado en salir al mercado. Ambos trabajos le proporcionarían una larga tregua en lo que a su editor se refería, pero no dudó en mencionar que estaba avanzando en su autobiografía para asegurarse de ello.

Un rápido vistazo a una de las ventanas le valió para comprobar que ya era mediodía. Su mujer le había recriminado en varias ocasiones que no hubiera puesto ningún reloj en todo el despacho. Cuando entras aquí pierdes la noción del tiempo, te olvidas de que el resto del mundo existimos. No sé qué harías si yo no estuviese pendiente de la hora… no sé si recuerdas que tienes una hija a la que tienes que recoger del colegio en menos de diez minutos, escuchaba la voz de su mujer con la misma claridad con la que se escucha el fluir del agua de un riachuelo en lo alto de un monte. Aquel día llevaba unos pantalones vaqueros desgastados y rotos a la altura de las rodillas, una de sus camisas de cuadros anudada sobre el ombligo y el pelo recogido en dos pequeñas coletas. Se asombró de la claridad con la que era capaz de recordarla, hacía mucho tiempo que no pensaba en esos hoyuelos que aparecían en sus mejillas cuando soltaba una de aquellas risitas que lo contagiaban todo con su alegría. Olió una vez más el aroma que el caluroso verano arrancaba de su pálido cuello, una mezcla de colonia de moras y sudor limpio que volvió a erizarle los pelos de la nuca. Sin darse cuenta había llegado a la cocina y estaba delante del cubo en el que volcaba los sacos de pienso de Noa. Sumergió ambas manos en el mar de bolitas de buey y arroz, las sacó llenas y las volcó en el comedero de la perra. Le gustaba que pudiera captar su olor en la comida para que no olvidase quien le daba de comer. Repitió la operación una vez más y salió por la puerta de la cocina con el comedero en la mano mientras silbaba para que Noa se acercase pero no apareció por ninguna parte. Volvió a silbar mientras bajaba los escalones de madera y notaba como las briznas de hierba le hacían cosquillas en los pies descalzos.

Noa estaba tumbada en la otra esquina del jardín, junto a Sara. La niña llevaba una camiseta de tirantes y unos pantalones verdes y estaba de cuclillas, inclinada sobre una margarita con los dedos flotando a su alrededor. Jorge dio un par de pasos más y dejó el comedero en el suelo, la perra se levantó, se estiró y se acercó hasta él.

– Buenos días Sara –la saludó levantando una mano, como hacia siempre-, últimamente no has venido a verme, empezaba a creer que tal vez Noa y yo no te habíamos caído demasiado bien, o que la historia de Azael te había aburrido…

– Buenos días –seguía con la mirada fija en el pequeño punto blanco que había brotado sobre la alfombra verde-, mi mama ha estado enferma y he tenido que ayudarle a hacer las cosas de casa, los recados… -iba contando con los dedos mientras hablaba.

– Ves Noa –la perra no levantó el hocico del comedero ni por un segundo -, te dije que no le caíamos mal. Veo que eres una niña muy responsable, seguro que quieres mucho a tu mama.

– Si –se puso un segundo en pie antes de sentarse en el mismo sitio-. ¿me vas a contar más cosas sobre Azael?

Jorge asintió mientras retiraba el comedero vacio de la perra para dejarlo sobre uno de los escalones. Dedicó un momento a hacer memoria, no quería contar lo mismo dos veces.

– Veamos… ¿Dónde nos habíamos quedado el otro día? –se agachó, no sin esfuerzo, apoyando ambas manos sobre la yerba para sentarse.

– Nora había terminado de contarle a Azael la historia de la hoguera de las penas –contestó la pequeña rápidamente.

– Eso es. Azael había escuchado una de las historias más increíbles de toda su vida. No había podido escribirla porque había estado escuchando muy atentamente a Nora, pero ya tendría tiempo para eso más adelante.

>>sus pies continuaron andando por caminos y senderos. Subió montes tan altos que sus cimas estaban vestidas con el blanco de la nieve. Bebió de arroyos tan cristalinos que podían verse las piedras y los pequeños peces que se encontraban en lo más profundo de sus aguas. Muchas de las noches las había pasado durmiendo bajo el manto de estrellas que engalanaban el cielo en las noches de verano, le sorprendió lo espaciadas que se encontraban las aldeas unas de otras en aquella región. En una ocasión un anciano lo invitó a dormir en el pajar de su granja. El sitio no era nada del otro mundo, pero la paja amontonada resultó mucho más cómoda que el duro suelo del camino. Lo mejor había sido la cena: un pollo asado con salsa de hierbabuena y moras y patatas rellenas. El olor de las patatas y el sonido de la crujiente piel del pollo al partir el primer muslo lo acompañaron durante las siguientes dos noches en las que tuvo que conformarse con unas cuantas moras, alguna que otra raíz amarga y un trozo de pan duro que aquel amable anciano había tenido a bien regalarle antes de abandonar su granja. A pesar de que el hambre le producía una serie de desagradables y estruendosos rugidos en el estomago, con el paso del tiempo descubrió una forma muy sencilla de engañarlo. Metió la mano en el macuto negro y sacó un par de semillas. Su aspecto era similar al de las bellotas que tantas veces había recogido para alimentar a los cerdos del vecino de su abuela. Eran semillas de Adalea, un extraño arbusto que tan solo crecía durante unos pocos días al año, aquellos mismos días en los que el calor era suficiente para que sudase como el pollo que se había cenado hacía algunas noches pero no lo suficiente como para que se deshidratase. Descubrió el arbusto por casualidad una de las noches que pasó a la intemperie tras abandonar la calidez del hogar de Nora. El anciano de la granja le dijo cual era el nombre de aquellas semillas que se habían caído de su macuto mientras lo adecentaba a modo de almohada, y le había explicado por qué hacían que el hambre menguase: las semillas de Adalea se hinchaban cuando llevaban un rato sumergidas en cualquier clase de liquido, de modo que al ingerirlas y entrar en contacto con su saliva su estomago percibía mas comida de la que en realidad estaba recibiendo. Tenían un gusto ligeramente amargo que dejaba paso a una insipidez casi total tras unos segundos en la boca, pero cumplían a la perfección con su cometido: hacer que se olvidara del hambre y pudiera seguir caminando.

El tiempo le resultaba un extraño compañero de viaje, nunca sabia durante cuánto tiempo caminaba cada día, ni cuanto permanecía dormido. Las horas, los minutos y los segundos hacía ya tiempo que habían dejado de tener valor para él, era el sol quien lo empujaba a caminar y la luna quien lo invitaba a detenerse y descansar. Todo lo demás era camino. En una de esas ocasiones en las que el sol se encontraba justo encima de su cabeza descubrió un cumulo de pequeños edificios a lo lejos. Ese grupo de edificios se convirtió en pequeñas casas de dos y tres plantas cuando dejó el sol a su espalda. Antes de que la luna se elevase en el cielo estaba cruzando el muro de más de un metro de alto por debajo de un arco de piedra blanca tallada con finas líneas que las trenzaban las unas a las otras. Los edificios estaban distribuidos siguiendo la curva del muro exterior, formando círculos cada vez más pequeños a medida que se acercaban al centro de la aldea. Contó al menos tres círculos en los que las casas se intercalaban ente tiendas de verdura, herrerías, sastres… una de aquellas edificaciones llamó su atención. De su fachada salía una gran barra de hierro negro del que colgaban dos gruesas cadenas cuyos extremos sujetaban un pesado cartel de madera tallada.

Abrió la gruesa puerta de madera de roble, ajada por el paso del tiempo, y el olor que salió de dentro lo transportó de golpe a El Duende Verde. Ese era el nombre de la única posada que había en la aldea en la que habían vivido su abuela y él, y el único lugar en el que se podía comprar ese café tan fuerte que a ella tanto le gustaba beber cuando se despertaba. Olía a comida recién hecha, puede que se tratase de alguna clase de guiso. Miró hacia fuera y se dio cuenta de que el sol comenzaba a desaparecer en el horizonte. La taberna pronto comenzaría a llenarse de trabajadores, de aquellos que tuvieran el suficiente dinero como para cenar fuera de casa, o de caballeros con las suficientes ganas de no aguantar a sus damas como para derrochar unas monedas por un guiso que seguramente no fuera ni la mitad de sabroso que el que ellas les prepararían en casa.

Dos de las grandes mesas que quedaban más apartadas de la puerta ya estaban ocupadas por sendas cuadrillas de trabajadores de alguna forja de la ciudad: pantalones de tela vaquera chamuscados en varios puntos de las piernas, camisas recubiertas de hollín y virutas enroscadas de metal. Recorrió con la mirada el resto de mesas y encontró una lo suficientemente apartada de la puerta y de la barra como para pasar desapercibido.  Se sentó en uno de los taburetes que estaban junto a la mesa y cerró un instante los ojos al tiempo que su espalda buscaba el apoyo de la pared. Cuando volvió a abrirlos se encontró con una joven de melena castaña y despeinada que lo miraba distraída desde el otro extremo de la mesa mientras sostenía una pequeña libreta entre las manos.

– Buenas noches –entonó la joven con una voz cantarina que dibujó en los labios de Azael una sonrisa-, ¿quieres beber algo? ¿quizás cenar un poco?

– Buenas noches –puede que apenas tuviese cuatro monedas en el macuto, pero los modales eran algo innato en él-. Creo que de momento me conformaré con una jarra de cerveza fría.

– Eso está bien para empezar –lo apuntó en la libreta con un rápido movimiento de muñeca y se giró para ir a buscar lo que le había pedido-, enseguida te la traigo. Mientras tanto puedes ir pensando en si vas a querer probar un poco de ese guiso que se huele en el ambiente.

Se perdió detrás de una familia que cruzaba entre las mesas en busca de una lo suficientemente grande para sus seis miembros: una joven pareja y sus cuatro hijos. ¿Le había guiñado un ojo antes de darse la vuelta? Su cabeza flotó en un extraño vacio durante unos segundos en los que intentó recordar ese instante. El cansancio lo devolvió a la realidad y optó por recostarse de nuevo contra la pared para disfrutar del silencio que poco a poco iba desapareciendo a medida que la noche se cernía sobre el mundo y los lugareños acudían a saciar el hambre provocada por otra dura jornada de trabajo.

Entre el bullicio que comenzaba a reinar en la taberna le pareció distinguir un par de notas producidas por una guitarra que es afinada. Agudizó un poco más el oído y comprobó que estaba en lo cierto después de escuchar una sucesión de notas a modo de escala abriéndose paso entre el murmullo de la gente. Aquello llamó su atención. Siempre le había gustado la música y había tenido la gran fortuna de labrarse una muy buena amistad con los dueños de El Duende Verde gracias a los continuos encargos de café que iba a buscar para su abuela. Allí había disfrutado dos veces por semana de los dulces sonidos de violines, guitarras y laudes acompañados en ocasiones de bellas voces o en solitario, rasgando el aire y bailando con el silencio que reinaba en la pequeña posada durante aquellas veladas musicales. En aquel preciso instante se dio cuenta de lo que añoraba aquellas horas repletas de agiles notas o profundos acordes. No había faltado ni una de aquellas mágicas noches a su cita con las melodías, después de recoger los platos y todo lo que su abuela hubiera utilizado para preparar la cena, se despedía de ella con un dulce beso en su arrugada mejilla. Ella deslizaba unas pocas monedas en el bolsillo de su remendada chaqueta de punto y él se iba dando pequeños saltitos hasta la posada. Su mirada buscó entre las cabezas que iban y venían sorteando taburetes y mesas el lugar del que provenía el sonido pero no consiguió encontrarlo debido al montón de gente que parecía haber decidido entre a la vez a la posada. Estaba completamente inclinado sobre la mesa, tan concentrado en su búsqueda que no se dio cuenta de que la camarera estaba de regreso con una jarra de cerámica marrón en una de las manos.

– ¿Algo interesante en el horizonte marinero? –la pregunta le pilló desprevenido, no supo como contestar- ¿buscas a alguien?

– No –logró recomponerse mientras admiraba el sigilo de la muchacha, o más bien de la capacidad de dos simples notas para abstraerlo del mundo-. ¿Es una guitarra eso que me ha parecido escuchar hace un momento?

– Si, aunque me parece increíble que alguien alcance a escuchar ni tan siquiera su propia voz por encima de este algarabío…

– Digamos que se me da muy bien escuchar –una sonrisa pasó fugazmente por sus labios mientras sus ojos se perdían entre montones de recuerdos.

– Digamos –aquella sonrisa parecía contagiosa-. Algo me dice que no es lo único que se te da bien…

En su mente Azael tan solo había tardado un par de segundos en darse cuenta de lo que se escondía tras esa afirmación, pero al parecer esos dos segundos fueron demasiado y la camarera comenzaba ya a dar media vuelta.

– Espera –dijo sin tener muy claro que era lo que diría a continuación-, entonces… ¿algún músico nos hará disfrutar con sus melodías esta noche?

– Nunca se sabe con lo que uno puede llegar a disfrutar cuando traspasa las puertas de La Gruta

Esa última frase quedó flotando en el aire apenas un instante antes de que el barullo la hiciera descomponerse, primero en palabras y después en silabas. Azael se quedó ensimismado, intentando escuchar el eco de sus sigilosos pasos sobre la vieja madera al desaparecer entre el tumulto de gente.

Se recostó contra la pared de piedra una vez más y cerró los ojos intentando poner en orden sus ideas. Estaba cansado y hambriento, y la idea de poder saciar ambas necesidades mientras escuchaba un poco de música hizo que de su boca saliera un pequeño suspiro de satisfacción. La mirada de la tabernera irrumpió en sus pensamientos. Aquellos ojos grises permanecían inamovibles en su cabeza. Trazó un esbozo mental de la joven. No tenía demasiada experiencia en el campo de las mujeres, pero las horas pasadas en El Duende Verde le habían servido para comprobar cómo tanto hombres como mujeres seguían unos determinados pasos al tratar de conquistar a alguien. Poco a poco el esbozo se tornó en una fiel representación del cuerpo de la tabernera. No medía mucho más que él, puede que fuese un palmo, o palmo y medio más alta. Sus piernas parecían fuertes y bronceadas, al menos el trozo de ellas que su falda a cuadros dejaba al descubierto. Las curvas de su cintura quedaban patentes gracias a una camisa blanca que se ceñía en su parte inferior para ensancharse alrededor del pecho. Una media melena cortada a mechones cubría su cuello hasta morir en sus hombros, y uno de esos mechones flotaba entre sus ojos y su pequeña nariz. Para terminar de colorear el dibujo aquellas notas que escuchara unos minutos atrás se transformaron en firmes acordes que buscaban sofocar el vocerío reinante en aquel momento en la taberna. El desconocido comenzó a acariciar las cuerdas de la guitarra arrancándoles dulces notas que se convirtieron poco a poco en agudos acordes. El silencio se posó sobre la noche como lo haría una pluma en el suelo en un día carente de viento. El músico volvió a suavizar la melodía al tiempo que comprobaba que el público estuviese pendiente de él. Todos habían dejado las jarras y los cubiertos encima de la mesa y permanecían con la mirada clavada en los dos largos tablones que servían de improvisado escenario para el joven bardo. Una amplia sonrisa le iluminó la cara y sus grandes ojos marrones saludaron a los allí presentes acompañados de una breve reverencia con la mano que la guitarra le dejaba libre.

– Bienvenidos sean, damas y caballeros, a esta espléndida posada. Permitidme que os robe un par de minutos de vuestro valeroso tiempo, os aseguro que lo que aquí escuchéis no os dejará indiferentes. Solo os pediré que me prestéis vuestros oídos y que, de ser de vuestro agrado, no tengáis reparo en reconocérmelo con un par de monedas. Todos sabemos que la comida y la cerveza de Arguen son excepcionales, ¡excepcionalmente caras! –permitió que el gentío disfrutase con aquella pequeña burla pactada con el posadero antes de proseguir- Muchas gracias, comencemos pues.

El bardo afianzó su posición en el estrecho taburete de madera y elevó ligeramente una de las piernas para apoyar más firmemente la curva del cuerpo de la guitarra. Compuso un acorde con los largos y escuálidos dedos de su mano izquierda y levantó la derecha antes de dejarla caer haciendo que la yema del dedo gordo punteara una a una cada una de las cuerdas. Antes de que las primeras notas se deshicieran en el aire una nueva salva las sustituyó. Los dedos del bardo danzaban agiles sobre las cuerdas y la mano izquierda se deslizaba rápida y ágilmente de acorde en acorde. Azael andaba entretenido pensando si sería aquel uno de los músicos a los que más rápido les había visto rasgar las cuerdas de un instrumento cuando la melodiosa voz del bardo lo sacó de su ensimismamiento:

 
Que puedo decir o hacer, si por mis venas no corre sangre si no palabras;
Si en un mar de ideas desordenadas reside mi alma, empapada en miradas extraviadas.
Y cuando las letras bailan, ¿Quién soy yo para no acompañarlas?
¿Cuál de esos que osan llamarse poetas es capaz de darles la espalda
y cerrarles las puertas de su alma?
 
Soy ese latigazo en tu columna que te hace cuadrar los hombros,
esa fuerza que tensa tus miedos y los vuelve cojos;
Soy ese fuego sin foco.
Soy esa voz que repite: “tú eres tu mayor tesoro,
tu presente es el más grande de tus logros”.
Soy esa energía espesa que condensa todos tus enojos.
Soy ciencia incierta que divide tú tiempo por el sonrojo de un temor incierto.
Soy ese beso roto en tus labios por el asedio de los engaños.
Soy ese azote de invierno helado que congela tus nervios.
Ese aliento de verano que calienta tus sentimientos. Soy primavera cauta, otoño sincero.
Soy esa idea perversa que desata las tormentas atadas con las sedas del antojo;
Soy quien siembra certezas en tus campos de arrojo. Soy la llave maestra de todos tus cerrojos.
 
¿Qué hacer pues, si las palabras giran, y se aparean entre ellas para alumbrar letanías como esta?
¿Cómo obviar el regalo de una musa,
que con dos caricias al viento desata tempestades que no entienden de prosa?
Solo queda ser sincero con la hoja en blanco, volcar los sueños sobre el instrumento,
cerrar los ojos y… cantar sin miedo.

 

El silencio se prolongó unos segundos hasta que la camarera lo rompió con sus aplausos. El resto de los clientes no tardaron en acompañarla y llenar así el aire de la posada de aplausos y silbidos, incluso creyó escuchar como una joven que estaba sentada un par de mesas más allá le dedicaba al bardo un par de palabras bastante obscenas para la edad que imaginó que tendría. Su mirada buscaba a la camarera, ella había dado comienzo al maratón de aplausos, pero cuando dio con ella vio que no miraba hacia donde se encontraba el bardo. Lo miraba a él. La vio morderse el labio, o al menos le pareció verla,  en un par de ocasiones antes de que si girase hacia el escenario.

– Muchas gracias –apretó ligeramente el mástil de la guitarra y apoyó el brazo derecho sobre la curva que estrechaba su cuerpo-, es un honor poder tocar ante un público como vosotros, se nota que tenéis mas oído para la música que los habitantes de Tarsos –los presentes abuchearon el nombre de la pequeña ciudad vecina con la que mantenían una fuerte rivalidad desde tiempos inmemorables-. Está bien, como veo que sabéis apreciar la buena música os permitiré escuchar una historia que en pocas ocasiones ha sido relatada.

<<pero antes de empezar, permitidme que os hable un poco de ella. Probablemente nada de lo que pueda decir para describirla llegue a acercarse ni tan siquiera remotamente a la autentica belleza que contemplaríais si alguna vez llegaseis a verla como yo la he visto. Debo advertiros también de la posibilidad de que a vosotras, bellas damas, os provocase un ataque de celos si la conocieseis, y vosotros, dignos caballeros, perderíais la poca cordura que podáis afirmar tener cuando os encontráis ante una mujer verdaderamente hermosa>>

Al mismo tiempo que hablaba sus dedos bailaban sobre las cuerdas, arriba y abajo… despacio primero, más rápido después, despacio una vez más… Azael casi se perdió el principio de la canción por seguir contemplando la silueta de la joven tabernera de ojos grises.

 

Nací entre nubes negras pero conseguí convencer a la Luna de que me entregase la cordura de su locura con solo unas pocas palabras.
Los que hablan de ella cuentan que ha perdido su brillo, que la notan apagada;
Algunos incluso la difaman al afirmar que ya no encuentra su sitio en la belleza de una noche estrellada.
Todas ellas son palabras sin sentido, alejadas de la realidad,
de la verdad a la que esta melodía os ha de arrastrar si encontráis un sitio y estáis dispuestos a escuchar.
 
Prestad atención pues a continuación oiréis como una ilusión se hace realidad
con un poco de pasión, y os sentiréis estremecer.
Todos pensareis que la Luna es inalcanzable, y todos os equivocareis
pues aunque mucha distancia nos separe de ella
es posible acariciar a la dama más bella.
 
Una noche oscura, tan negro era aquel momento que apenas alcanzaban mis manos la vista,
apareció en lo alto del cielo la Luna.
Su brillo bañó mi ser, mi mirada se perdió en el camino que me separaba de algo tan divino
que irreal podría parecer, pero que despertó en mi todos los sentidos.
Comprendí que mía la tenía que hacer, que mi vida era un vaso vacio mientras no pudiese de su belleza beber.
 
Y me puse a hablar, canté versos tan maravillosos que no los recuerdo,
y que dudo pudiese volver a cantar, pues nacieron del rincón en el que se crean los besos.
Ella se conmovió, un rayo de su blanca luz rozó el suelo, me deslumbró
y me dejó frio como el hielo cuando la vi danzar a mí alrededor.
Su pelo dorado reflejaba los cientos de versos que sin duda los poetas le habían compuesto,
su mirada acallaba el silencio hasta reducirlo a un inservible objeto.
Y sonrió… y esa sonrisa provocó en mí un delirio de alegría que me llevó a entregarle mi corazón.
La Luna me había entregado su cordura en forma de dama desnuda
y yo perdí la razón.
 
No es que brille menos desde aquel día, es que brilla sin el fulgor con el que inundó mi vida
al aceptar mi canción, al convertirse en mi guía y entregarme cada noche con toda la intención
de hacer más llevaderos los días durante los que permanece escondida por miedo a las represalias del sol.
 

Al principio la canción le había parecido una de esas tantas que los buenos músicos eran capaces de dedicarles a figuras de leyenda, seres cuya existencia resultaba, cuanto menos, dudosa. Pero a medida que la melodía fue avanzando, y al observar atentamente la pasión que conseguía infundir a cada nueva palabra que acompañaba con la guitarra, comenzó a sospechar que tal vez hubiese algo de cierto en aquellas canción. Apenas si le había dado tiempo a escribir los tres últimos versos que habían salido de la boca del bardo en el cuaderno, pero su imaginación comenzaba ya a volar mientras acariciaba la tinta que tras secarse aun permanecía en la hoja. ¿Cuánta verdad se escondería tras el resto de aquellos versos? Antes de que pudiera ponerse con la difícil tarea de recordar el resto de las estrofas notó el cálido aliento de una boca sobre la piel de su cuello.

– Me encantaría que alguien me escribiese algún día algo parecido –la cantarina voz era ahora apenas un delicado susurro-, no conozco una sola mujer que no se volviese loca de pasión con algo así –el susurro había dejado de serlo al pronunciar la palabra pasión y una de sus manos se posó delicadamente sobre su hombro.

– ¡Lisa! –el grito de un hombre se abrió camino entre el barullo- deja de parlotear como un papagayo y ven a echarme una mano. Este guiso no va a servirse solo.

– Búscame más tarde –se despidió de él con un beso en la mejilla, sus labios le rozaron la oreja y notó como su calidez lo invadía-, creo que puedo encontrarte una cama sin que tengas que deshacerte del poco dinero que dices tener.

Azael tardó un poco en sobreponerse al millar de imágenes que lo habían bombardeado mientras veía desaparecer a la camarera entre aquellos que se habían acercado a la barra en busca de su cena. Ni siquiera se dio cuenta de que había dejado el cuaderno abierto de par en par sobre la mesa. Cuando giró la cabeza vio que el músico había abandonado el precario escenario y se encontraba inclinado sobre él. El miedo a que alguien descubriera su secreto en intentase arrebatarle el cuaderno le hicieron cerrarlo de golpe ante la atónita mirada del bardo.

– Tranquilo, no tengo la menor intención de robar algo que ya es mío chico –dijo intentando restarle importancia al asunto-, espero no tener que preocuparme por escuchar algún día esta canción en boca de otro. ¿Debería hacerlo?

– Puede estar tranquilo señor –el tono era mitad vergüenza mitad disculpa-, apenas si he escrito un par de líneas. Me ha parecido tan bonita que para cuando he querido darme cuenta ya casi había terminado.

– En ese caso –se sentó en el taburete que estaba libre y le palmeó el hombro-, será mejor que te la recite de nuevo para que puedas escribirla entera.

– ¿No le importaría hacerlo? –estaba aliviado de no haber echado por tierra la oportunidad de conocer un poco más de la historia de aquella canción.

– Para nada, las palabras resultan inservibles si no son leídas, escritas o cantadas. Pero antes déjame que remoje un poco mi seca garganta –le hizo señas a Lisa con el brazo, la joven se acercó con un par de jarras en las manos.

– A esta invita la casa caballeros –puso las cervezas delante de ellos y guiñó un ojo en dirección a Azael-, no dudéis en llamarme si necesitáis algo más.

– Vaya, parece que le has caído en gracia a Lisa –dijo una vez que la tabernera estuvo lo suficientemente lejos como para oírlo-. No me cabe la menor duda de que hoy pasaras una cómoda noche –levantó su jarra y esperó a que él hiciese lo propio-. ¡Por las bondades de Lisa!

Ambos brindaron y bebieron de sus jarras hasta que un espeso bigote de espuma blanca se ancló a sus labios superiores. Azael dejó la suya sobre la mesa y se quedó observando como la ligera capa de escarcha que la recubría comenzaba a deshacerse formando un cerco de agua alrededor del culo de cerámica. Siguió una de las frías gotas con su dedo índice, intentaba contener sus ansias de volver a escuchar aquellos versos. No estaba demasiado seguro de lo que el bardo había querido decir con aquello.

Lo primero que hizo el músico tras dejar la jarra encima de la mesa fue presentarse. Se llamaba Resno, Resno Arenas. Le aseguró que cantaba desde que tenía memoria y que tocaba la guitarra incluso desde antes. Al parecer su padre lo hacía ir a todas partes con ella a pesar de que por aquellos entonces fuera más grande que él para que aprendiese a apreciar la música antes de amarla. Cuando hubo cumplido los dieciocho, y siendo consciente de la precaria situación en la que vivían él, sus dos hermanos pequeños y sus padres, decidió partir de su hogar en busca de una manera de ganarse el sustento y liberar así a sus padres de algo de trabajo.

– Antes de marcharme mi padre me dijo que aquel acto me honraba e hizo que me llevara su guitarra, no sin antes prometerle que algún día volvería para devolvérsela –le dio un largo trago a su cerveza.

– Tu padre… ¿Sabes si aun sigue vivo? –intentaba calcular su edad. No había una sola cana en su media melena castaña, pero un par de arrugas se habían instalado bajo aquellos pequeños ojos marrones.

– ¡Espero que así sea! –volvió a beber de la jarra-, me gusta cumplir mis promesas.

– Respecto a la canción… -había hecho lo imposible por no asediarlo con preguntas al respecto nada más conocerlo, pero ya no aguantaba más.

– ¡Cierto! –se secó los labios con el dorso de la mano y se giró hasta colocarse de lado en el taburete-. La canción.

<<verás, seguramente muchos de los que esta noche han escuchado lo que ha salido de mi boca tararearán la melodía durante un par de días. Incluso puede que alguno de ellos recuerde un par de versos, los que ha su parecer sean los más bellos, con la posible intención de recitárselos al oído a alguna joven para cortejarla. Pero seguramente si le preguntases a cualquiera de ellos sobre la verdadera historia que cuenta solo te dirían que contaba el amor de un caballero por una hermosa dama.

<<tal vez antes de seguir debería asegurarme de que tú no seas uno de esos. No, tu mirada me dice que no es así, me dice que tú has ido más allá de lo superficial. Que intuyes más verdad que fantasía en mis palabras.

<<Déjame decirte que no estás equivocado. Yo conseguí que Luna se enamorase de mí. No la luna, solo Luna. Nunca fue un nombre común si no un nombre propio, y cualquier estudioso te dirá que a los nombres propios no se les pone ningún determinante delante. Yo puedo presumir de haber disfrutado de un amor que ningún otro hombre, ni mujer, podrá aspirar a sentir  en la vida>>

– Pero entonces… -había escuchado historias realmente increíbles durante aquellos mese, pero aun así le costaba entender como había sucedido aquello que Resno contaba, como podía la Luna haberse convertido en mujer y seguir brillando en el cielo cada noche.

– Todo es cierto, se que parece complicado, incluso difícil de creer.

<<a decir verdad, hace seis meses ni yo mismo hubiese creído a alguien que fuera contando por ahí que había conseguido enamorar a Luna, y menos aun que esta se hubiese convertido en mujer de carne y hueso. Eso te lo aseguro. Pero aquella noche lo vi con mis propios ojos, estos mismos que observas mientras intentas adivinar cuantos años tengo. Tan solo treinta y cinco. La razón de que mis ojos parezcan cansados es realmente bastante simple: lo están. Mi amor es nocturno, discreto, tímido… incluso en ocasiones peligroso…>>

<<…aunque lo mejor sería que te contase la historia tal y como sucedió, al fin y al cabo no fue tan sencillo como escribir los versos que has escuchado esta noche.>>

<<era una de las noches más oscuras que recuerdo haber vivido. Resultaba complicado caminar incluso a cielo abierto. Yo había salido a dar una vuelta, como cada noche. Hace mucho que tengo esa costumbre, me encanta la quietud que se respira cuando el mundo está dormido. Hasta el aire parece más limpio, más fresco. Mis mejores canciones suelen surgir durante esos paseos nocturnos. Pero aquella noche era imposible pensar en otra cosa que no fuese en la forma de avanzar sin tropezar con nada. Era tan negra aquella noche que empecé a dudar de si caminaba con los ojos abiertos o cerrados. Mis manos tropezaron con algo que parecía ser el tronco de un árbol, lo rodee y continué andando. Recordaba que había un pequeño grupo de pinos cerca de la posada en la que me hospedaba aquella noche. Era el primer día que pasaba en aquella aldea por lo que apenas conocía los alrededores. Pasé al lado de otro par de arboles más antes de tropezar con una raíz, o tal vez se tratase de un arbusto pequeño, y rodar un par de metros por el duro suelo. Conseguí detenerme justo antes de caer a un lago que surgió de la nada. Me puse de rodillas valiéndome de las manos para poner algo más de tierra entre él y yo, y de repente… una suave claridad descendió lentamente hasta tocar el lago y convertir sus aguas en un espejo lleno de luz. Yo estaba de espaldas a aquella luz por lo que no comprendí lo que realmente sucedía hasta que di media vuelta y mis ojos se encontraron con un espectáculo tan maravillosos que, por mucho que me empeñase en describírtelo, ni todas las palabras del mundo podrían ayudar a que te hicieses una mínima idea de lo que tenía delante de mis narices. Aquella luz hizo que mi corazón se encogiera, que las lágrimas acudieran como una marea a mis ojos… hasta recuerdo haber suspirado en un par de ocasiones como lo hacen las doncellas enamoradas. Era algo tan puro… una luz tan increíblemente bella… que a pesar de haber conseguido ponerme en pie aquel espectáculo me hizo caer de rodillas al suelo una vez más. Conseguí  apartar por un instante la mirada de aquella belleza para dirigirla hacia el cielo. Luna estaba increíblemente cerca, increíblemente llena, increíblemente bella… pensé en saltar para abrazarla, para evitar que pudiera desaparecer como por arte de magia, como si todo hubiese sido solo un sueño. Las piernas no me respondían. Juro que intenté por todos los medios y con todas mis fuerzas ponerme en pie, notaba su magnetismo atrayéndome hacia ella y maldecía mis torpes y absurdas piernas por no querer obedecer. Me pareció notar como Luna comenzaba a alejarse, tan lentamente que puede que tan solo fuera producto de mi repentino miedo a perderla. Pensé en mil posibles maneras de retenerla a mi lado, comencé a recitarle versos. No me preguntes que versos o de que tipo, no lo recuerdo. Solo sé que mi boca se abrió y que la voz que salió de ella inundó la noche. Recité… canté… volví a recitar… comenzaba a notar como la voz se me escapaba de la garganta, como la falta de aire hacía que la vista se me nublase. Aun así no dejé de hablar. Y entonces… la suave luz que bañaba el agua centelleó, se tornó en una luz tan blanco como cegadora que a pesar de que intenté volver a mirarla en varias ocasiones, no fui capaz de fijar la vista en ella. Recuerdo perfectamente que, aun sin verla, continué recitando poesías. La oscuridad volvió a ganar terreno cuando la brillante luz menguó un poco. Volví a mirar hacia el lago y me quedé congelado. No sabría decir que era lo que tenía más abierto en aquel momento: los ojos o la boca. El asombro me envolvió de tal manera que enmudecí por primera vez en varios minutos. Lo que tenía a escasos tres metros de mi era… era… sencillamente increíble. Luna había regresado al cielo, brillaba en lo alto pero… brillaba de una forma distinta. Lo que tenía delante sin embargo poseía una luz propia, algo en ella brillaba como nunca había visto brillar en otra piel. Estaba desnuda, agazapada tras sus propias rodillas. Al principio dudé sobre qué hacer, pero mis manos tiraron de mi hacia ella cuando levantó la cabeza los dorados cabellos le resbalaron por sus blancos hombros provocando destellos que iluminaban cientos de pequeños trocitos de tierra a nuestro alrededor. Se puso de pie con tanta suavidad que el viento apenas si se agitó a su alrededor. Era dos palmos más baja que yo, con un cuerpo perfectamente definido, como si los mismos ángeles hubiesen sido los encargados de esculpirlo. Sus ojos se clavaron en mi alma de tal manera que estoy seguro de que con ese simple vistazo supo más de mí de lo que sabré yo de ella por muy larga que sea mi vida a su lado. El color bronce de su iris me hipnotizó y perdí cualquier atisbo de miedo que me quedara. Sus labios se despegaron el uno del otro y aun recuerdo a que olían sus primeras palabras. Me llamaba, quería que me reuniese con ella en el medio del lago y yo no lo dudé ni por un segundo. Mi cabeza no me frenó al contemplar la posibilidad de hundirme si no averiguaba antes la profundidad de aquellas aguas, que volvían a ser tan negras como lo fueran al comienzo de la noche. El resto es algo más confuso, una vez estuve junto a Luna mi consciencia desapareció, ni si quiera se como llegué hasta ella sin morir ahogado. Solo guardo un recuerdo, el de sus labios acariciando los míos. Ni siquiera fue un beso, tan solo un ligero roce que fue suficiente como para emborracharme de una pasión que nunca me abandonará.>>

– ¿Y qué sucedió después? –Azael había estado sumergido por completo en el relato de Resno, escribiendo tan rápido como el bardo hablaba y descansando cuando dejaba su mirada vagar perdida entre los rostros de los clientes de la posada-, aun no puedo creerme que consiguieras enamorar a la Luna…

– A Luna –levantó un dedo como queriendo enfatizar aquel dato-. Su nombre es Luna.

<<y yo tampoco consigo encontrar ni un solo motivo para ser merecedor de semejante regalo, créeme. Algo dije durante mi largo desvarío, o tal vez ella vio algo en mi interior que la conmovió hasta el punto de querer quedarse a mi lado. Quién sabe. Es algo que nunca me he atrevido a preguntarle por miedo a las posibles respuestas, o a que no haya ninguna y en realidad tan solo se trate del capricho de su soledad. Aunque de ser así no me importaría, estaría encantado de seguir siendo su capricho. Cada noche con ella es… como dormir sobre un millón de estrellas, o como dejar que te moje una tormenta de verano… no, creo que es más bien como volver a nacer con cada anochecer. Paso el día soñando con que llegue la noche pues solo en la oscuridad podemos ser nosotros mismos, solo cuando estamos a solas puedo contemplarla en el sumun de su hermosura. No puedo permitir que nadie la vea como lo hago yo, cualquier hombre enloquecería por tenerla, estoy seguro de que llegaría incluso a matar a quienquiera que se interpusiese en su camino. Y el sol… dice que lo teme, que lleva toda la vida persiguiéndola, haciendo uso de todo su brillo y su calor para demostrarle cuanto la quiere. Si se enterase de que lo que está en el cielo no es más que un reflejo de la verdadera Luna… acabaría con todos los hombres como venganza. Ella lo sabe, todas las noches se empeña en dejar claro, entre lágrimas y sollozos, que no tenía que haberlo hecho, que no debería haber dicho aquello que le dije y que la volvió tan loca como para acercarse a mí. Y yo no sé qué es lo que dije. Me mata verla así, sus lágrimas son como el cristal en el que se refleja una gran luz que me llena de tristeza. No puedo decirle que se marche, y juro que lo he intentado en innumerables ocasiones, pero no puedo. Ella podría marcharse cuando quisiera, pero tampoco lo hace. Estamos condenados a amarnos en silencio, a oscuras, a escondidas, tan solo unas pocas horas cada día.>>

– Eso parce muy triste –comentó Azael-, estoy seguro de que lo que más te gustaría en este mundo sería poder pasar más tiempo con ella.

– Eso no lo dudes –tomó otro largo trago de cerveza para lubricar la garganta-, me gustaría pasar cada segundo de cada minuto de cada hora con ella, pero es justo pago por tener a mi lado a Luna.

Justo en ese momento Lisa apareció por su izquierda con tres jarras más de cerveza. Las repartió en la mesa y acercó uno de los taburetes vacios de una de las mesas cercanas. Los dos hombres, sorprendidos de verla allí, se irguieron casi inconscientemente.

– Descansen soldados –una risita escapó de sus labios-, tan solo vengo a hacer un descanso y a tomarme una cerveza con vosotros antes de empezar a cerrar.

Era cierto, casi todo el mundo se había marchado ya. Tan solo quedaban un par de rezagados que fumaban de sus pipas de madera color caoba y reían de cuando en cuando y ellos. Al otro lado de la barra Aguen, un hombre de pelo canoso y escaso, colocaba los vasos sobre la madera después de secarlos con un trapo de hilo blanco. Los tres cogieron las jarras, las alzaron para brindar por la amabilidad de la tabernera y Resno apuró la suya de un solo trago.

– Me temo que yo os abandono ya, mañana será otro día en el que hay mucho por hacer –le guiñó un ojo a Azael y tras dejar la jarra sobre la mesa se encaminó hacia la puerta.

– Parece que nos hemos quedado solos… -se pasó la mano por el pelo y se entretuvo con uno de los mechones- ¿se te ocurre algo que pudiéramos hacer? –una sonrisa de lo más picara iluminó por completo su rostro.

– Quizás puedas ayudarme a resolver un pequeño problema… -algo en su mirada lo hizo continuar- no tengo ni idea de dónde voy a dormir esta noche.

– Tranquilo, eso no será ningún problema –se levantó, agarró una de sus muñecas y tiró de él por la vacía posada-. Mañana terminaré de recoger antes de abrir Arguen.

Aquella noche descubrió cosas que nadie le había contado nunca. Las horas pasaron entre palabras ingenuas, miradas insinuantes y caricias que le abrieron la puerta a un mundo completamente nuevo para él, un mundo en el que dos cuerpos podían entenderse como si fueran el mismo.

 

El timbre deshizo la historia y Sara dejó patente su enfado cruzándose de brazos y arrugando la nariz.

– Yo también lo siento –le dijo Jorge mientras se apoyaba en las manos para levantarse-, pero tranquila, no tardaré demasiado.

– ¿Y me contarás más? ¿Azael y Lisa siguen juntos? –ya no parecía enfadada.

– Puede que sí –le aseguró-, pero para saberlo tendrás que esperarme aquí mientras voy a ver quien llama. También me gustaría que me hablaras de Ángela…

El din-don de la puerta principal no le dejó acabar la frase y decidió ir a abrir cuanto antes para regresar al jardín e intentar averiguar quién era esa tal Ángela que Sara había mencionado.

Se encontró con un mensajero de pelo rubio y uniforme marrón cuando abrió la puerta. El hombre le entregó un sobre del tamaño de una carpeta y le tendió un pequeño ordenador de mano para que firmase el recibo. Jorge se despidió de él y empujó la puerta para que se cerrase mientras se dirigía al despacho para dejar allí el sobre. Sabía perfectamente lo que contenía: el manuscrito de Ecos del Pasado con las anotaciones y correcciones de Samuel. Aquello podía esperar unas horas. Necesitaba volver al jardín y que Sara le aclarase algunas cosas antes de que empezase a volverse loco, si es que no lo estoy ya. Pero Sara había desaparecido, una vez más. Aquello empezaba a resultarle irritante, aquella niña tenía el don de desaparecer cada vez que intentaba arrojar algo de luz en todo aquel sinsentido.


El Escritor: capítulo 4

-Azael y la hoguera de las penas-

 

 

 

Hacía ya un par de meses que Azael había partido de la Ciudad Perdida con el cuaderno que Sela le había regalado bajo el brazo y el macuto al hombro. Durante ese tiempo había escuchado muchas historias pero ninguna permaneció en el cuaderno, con algunas de ellas ni se molestó en manchar la pluma para transcribirlas pues se notaba a una legua que no tenían ni pies ni cabeza. La comida que Sela le había dado antes de partir también empezaba a desaparecer, como las falsas historias en aquel misterioso cuaderno, y cuando ya empezaba a creer que tendría que volver a recurrir a árboles y arbustos para sobrevivir un golpe de suerte cruzó en su camino a una agradable familia que se ofreció a acogerlo en su casa aquella noche. La oferta consistía en comida y cama a cambio de que les ayudara a preparar la mesa y de fregar los platos una vez terminado. Azael no lo dudó ni por un instante y aceptó encantado. Estaba acostumbrado a hacer las tareas de casa y hacía demasiado que dormía a la intemperie. La cena resultó de lo más agradable, la carne y el pan eran una autentica delicia para un palada que, como el suyo, se había acostumbrado a subsistir con raíces y bayas varias. Nora tenía buena mano para la cocina. Su marido Denan amenizó la cena contando un par de historias de lo más interesantes mientras los dos hijos de la pareja se dedicaban a meterse el uno con el otro, aprovechando para ello cada oportunidad que tenían cuando su madre iba a la cocina en busca de la sal, algo más de agua o una nueva cesta de pan recién hecho.

A la mañana siguiente Azael madrugó mucho, aunque tal vez sea más acertado decir que apenas había dormido. En cuanto los primeros rayos de sol golpearon contra el cabecero de madera de su cama comprendió que no lo haría y decidió que lo mejor sería ponerse en marcha aprovechando los fríos vientos de las primeras horas del día. Recogió las pocas pertenencias que tenía y las guardó en el macuto negro de tela, prestando una mayor atención al cuaderno, mientras su cabeza de distraía en los detalles de las historias que Denan había contado la noche anterior. Era la primera historia que aceptaba el cuaderno, las primeras palabras que conseguían fijarse a sus hojas. Se había retirado a su habitación después de recoger y fregar los platos de la cena, alegando que tras tanto tiempo caminando se moría de ganas de dormir en una mullida cama una noche entera y tras asegurarse de que la puerta de la habitación estaba bien cerrada abrió el cuaderno y garabateó unas cuantas palabras a modo de titulo. Sus ojos se abrieron como platos y no pudo evitar sonreír al ver que las letras no se evaporaban como lo hicieran en días anteriores. Antes de dejarlo en el fondo del macuto lo abrió de nuevo para convencerse de que no lo había soñado. Allí seguían, cinco palabras escritas en una tinta tan negra como la más negra de las noches de invierno. Lo metió en el macuto y estiró de la cuerda que rodeaba el cuello de tela negra para cerrarlo con un nudo. A pesar de que no tenía muchas cosas, y de ellas apenas un par poseían verdadero valor, la idea de perder alguna de esas cosas hacía que se le encogiese el corazón hasta el punto de dolerle.

Bajó las escaleras apoyando con suavidad cada pie para evitar que la vieja madera se quejase bajo ellos como lo había hecho la noche anterior al subir a la habitación. No sabía si alguien más estaría despierto a aquellas horas, la cena se había alargado mientras contaban y escuchaban historias alrededor de la mesa de roble, y no quería despertarlos. Cuando notó el frio tacto de la piedra bajo sus pies descalzos relajó la tensión de su cuerpo y notó un breve hormigueo subiéndole por las piernas. Llevaba andando mucho tiempo y ya no sentía aquel dolor que le había agarrotado las piernas durante las primeras semanas de camino. Se dobló por la cintura llevando las manos hasta las puntas de los pies y el hormigueo cesó en unos segundos. Al enderezarse el dulce olor de una magdalenas recién horneadas acarició su nariz y despertó su apetito, provocando que su estomago  emitiese un gruñido para reivindicar la hora del desayuno. Sus brazos se apresuraron a cruzarse sobre el estomago pero no pudieron acallarlo y ese pequeño sonido que en cualquier otra parte hubiese pasado desapercibido creció en aquel oscuro pasillo empujado por el eco de las paredes hasta resonar en toda la parte baja de la casa. Una puerta se abrió unos metros más allá y la luz amarilla se desparramó por el suelo de piedra blanca, iluminándolo y dejando entrever las tablillas de pino que vestían las paredes hasta la mitad de su altura total. Entonces una sombra cruzó la puerta y su silueta partió la débil luz por la mitad. Azael notó como el rubor se extendía por sus mejillas rápidamente sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

Nora se quedó con medio cuerpo envuelto en la penumbra del amanecer y el otro medio bañado por la artificial luz que manaba de una pequeña lámpara cinética. La oscuridad comenzaba a desaparecer bajo el constante asedio de los rayos de sol y Azael pudo entrever una sonrisa en su rostro mientras señalaba en dirección a él con  un cucharón de madera que tenía en la mano.

– Parece que tu estomago ha madrugado tanto como tú –le dijo con                           aquella voz cantarina.

– Nunca nos ha gustado dormir demasiado –se dio unas palmaditas sobre               el ombligo –¿y tú?, ¿siempre te levantas tan temprano? Creía que los                     ruidos que escuché hace una hora provenían de algún gato que se había               colado por algún agujero de la pared.

– En esta casa siempre hay cosas por hacer –se encogió de hombros y giró              sobre sus talones -, si quieres comer algo antes de partir acabo de sacar              una bandeja de magdalenas de canela del horno. Quizás estén                                   demasiado calientes aun, pero seguro que a tu estomago no le                                    importaría demasiado que te quemases un poco la lengua con tal de                      dejar de gruñir así.

Azael notó una punzada de desasosiego en la espalda. Una de las razones de que hubiera decidido marcharse a aquellas horas, aunque no la más importante, era que al hacerlo así tal vez consiguiese evitar la despedida. Estaba acostumbrado a la soledad ya que en el camino eran contadas las ocasiones en las que se cruzaba con alguien que le prestase más atención que una mirada por encima del hombro. Creía tener tan asumida aquella soledad que le resultaba increíble el cariño y el afecto que tanto Nora como Dedan y sus dos hijos había conseguido despertar en su interior en tan solo una noche.

– Esto… -había seguido a la joven madre al interior de la cocina y su                           mirada vagaba por la gran chapa de carbón en busca de las palabras                       adecuadas.

– Te marchas –le ayudó ella señalando el macuto que colgaba de su                           hombro -. No puedo decir que la idea de que te quedases unos días más               no haya sobrevolado mi cabeza, ni la de mi marido. Le has caído muy                   bien ¿sabes? –se dio la vuelta y lo observó, lo recorrió con la mirada de               arriba abajo –pero supongo que no eres de los que echan raíces tan                       fácilmente.

– Me temo que supones bien –confirmó mientras sus hombros se elevaban             ligeramente –todavía me esperan muchos caminos, y si la mitad de ellos             me conducen hasta gente tan maravillosa como vosotros… -hizo una                     breve pausa para que sus siguientes palabras sonasen totalmente                           sinceras –sería descortés por mi parte no iniciar el camino cuanto antes             para conocerlas.

Nora inclinó un poco la cabeza en señal de agradecimiento por el cumplido y se giró hacia la chapa gris para sacar dos magdalenas de sus moldes, colocarlas sobre un plato y dejarlas sobre la mesa de madera, junto a un vaso de leche fresca recién servida.

– Siéntate y come algo, si tengo que dejar que te marches que al menos                    sea con el estomago lleno.

Azael se sentó en una de las sillas que rodeaban la mesa y Nora lo acompañó con otro vaso de leche y una magdalena.

– Porque el sol caliente tus días y las estrellas guíen tus noches –levantó                  su vaso y lo mantuvo en alto frente a su invitado.

Los dos brindaron y rieron, entre bocados de las calientes magdalenas, al recordar el coscorrón que Basel se había llevado la noche anterior. Trever, el mayor de los dos hermanos, comenzó a bromear nada más acabar la cena con la perseverancia con la que su hermano pequeño mojaba las sabanas cada noche. El joven Basel le pidió a gritos en dos ocasiones que dejara de hablar del tema, que no lo hacía queriendo, pero al ver que Trever no dejaba de avergonzarlo comenzó a ponerse rojo por la rabia. Su enojo aumentó al componer su hermano un amplio círculo con ambos brazos para mostrar a su invitado el aspecto que tenían las sabanas de su hermanito cada mañana. Su cara pasó de tener un ligero tinte carmesí en las mejillas a teñirse del color de un tomate maduro. Trever estaba tan acostumbrado a las reacciones de su hermano cada vez que lo incordiaba que se apartó en el momento justo de la trayectoria que describió su cuerpo al abalanzarse contra él por encima de la mesa del salón. La cabeza de Basel fue a dar contra la pata de la mecedora que estaba al lado de la chimenea de piedra.

– Yo… quería preguntarte una cosa Nora –su lengua se distrajo buscando               en el sabor a canela de la magdalena las palabras adecuadas.

Nora levantó la mirada del vaso y se secó los labios con el dorso de la mano.

– Verás, anoche… antes de que Basel acabara con un chichón del tamaño                de un albaricoque –dijo intentando allanar el camino -, te quedaste muy              seria cuando Denan mencionó esa historia sobre la hoguera de las                          penas.

Creyó ver una leve sombra de algo que le pareció un gran pesar, pero Nora la expulsó rápidamente para componer una dulce mueca de indiferencia.

– Es porque Denan cuenta esa historia más veces de las que debería –                       resopló -, no es que sea una de las mejores precisamente.

– Sé que la hoguera existe –afirmó completamente convencido de sus                      palabras –no hace falta que intentes negarlo.

Nora fue a decir algo, pero tenía la sospecha de que ninguna de las palabras que saliesen de su boca poseerían la convicción suficiente como para hacer que el joven que tenía delante cambiase de opinión respecto a aquello. En sus ojos se veía la certeza de sus palabras.

– Está bien –comenzó a decir -, pero si esta conversación va a tener lugar                no será sin antes asegurarme de que las palabras que digamos no                           llegarán a oídos de mi marido ni de mis hijos.

Sus palabras sonaron tan rotundas que Azael no pudo hacer más que asentir y guardarse las ansias de escribir en el cuaderno aquella historia. Pero no le importaba. Llevaba mucho tiempo esperando encontrar una verdadera historia, una historia de las de verdad.

– Puedes estar tranquila Nora –le aseguró –mantendré a salvo tu historia.

– Está bien, espero que tus oídos estén preparados y tu memoria atrape                   mis palabras pues solo escucharás una vez lo que voy a contarte.

<<la hoguera existe, es tan real como el aire que llena tus pulmones o las

estrellas que adornan el firmamento para que la luna no se sienta sola durante las largas noches de invierno.

<<Déjame que te cuente una historia. La historia de una joven que fue bendecida con el maravilloso regalo de un bebe. Vivía feliz, cuidaba de su hijo y su marido cuidaba de ambos. Unos años más tarde volvió a quedarse embarazada y las alegrías y las risas pronto se multiplicaron por dos. Cuando creía que no podía ser más feliz, pues tiene dos hijos maravillosos y un marido que la adora, la vida les regaló una niña. Una preciosa niña de ojos azules a la que llamaron Mara, porque mirarla a los ojos era como perderse en el profundo mar.

<<Pero la pequeña Mara pronto comenzó a enfermar. Sus padres visitaron muchos médicos, probaron cientos de ungüentos, rezaron en tantos idiomas como se conocían y a tantos dioses como existían… pero nada parecía surtir ningún efecto. Los médicos no comprendían lo que había hecho enfermar a la pequeña… los ungüentos mejoraban ligeramente su estado pero terminaba por volver a empeorar antes o después… sus rezos se perdieron entre los anchos muros de las iglesias y los dioses respondían con indiferencia a sus ruegos y plegarias.

<<La joven pasó los tres días siguientes al primer mes de vida de la pequeña sin dejar de abrazarla y sin dejar de llorar por la desgracia que la perseguía. Al cuarto día la pequeña murió, pero tal era la pena que emponzoñaba el corazón de su madre que esta continuó abrazándola tres días más antes de que su abatido marido consiguiera aplacar lo suficiente sus lágrimas para que dejase de mecerla y pudieran enterrarla. Al final comprendió que su única hija había muerto y cesaron las lágrimas, al menos las visibles, esas que derraman los ojos. Las otras fueron inundando su corazón hasta ahogar sus ganas de vivir.

<<Durante los siguientes dos meses aquella joven vagaba por su casa como un fantasma, su cara perdió toda expresión que hubiera habido en ella y una constante penumbra tiñó su mirada de forma permanente. Su marido se encargaba de los dos hijos y de los quehaceres de la casa, durante el día se ocupaba de actuar con tanta normalidad como le era posible y se preocupaba de que los dos pequeños entendiesen lo que le había sucedido a su hermana. Por la noche la abrazaba hasta que conseguía quedarse dormida entre sollozos entrecortados. Una mañana, cuando la joven despertó, el silencio cubría toda la casa. No había nadie, tan solo ella y el doloroso recuerdo de su pequeña niña. Y se marchó. Abandonó su hogar, a su marido y a sus dos hijos y se puso a caminar sin rumbo alguno. Caminó durante muchos días y sus noches sin otra cosa en la cabeza que el recuerdo de Mara y la angustiosa pena de su perdida en el corazón. Caminó apartándose de ciudades y pueblos pues había aceptado a la soledad como única compañera de viaje.

<<Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba caminando, su mirada paseaba por los distintos decorados que veía a su alrededor si fijarse en nada en particular, cuando la noche la alcanzó frente a un cruce de caminos. La joven se quedó quieta, como uno más de los arboles que adornaban el paisaje. Miró cada uno de los cuatro caminos que nacían, o morían (según se mirase) bajo sus pies. Los recorrió con la mirada hasta donde el negro del cielo se fundía con el negro de la tierra. Tres de ellos se oscurecían a escaso quinientos pasos, pero al final de cuarto camino una luz anaranjada difuminaba suavemente los bordes del camino. Decidió continuar por aquel, por primera vez desde que comenzara a andar algo le había llamado la atención lo suficiente como para serenar ligeramente su pena y desviar parte de sus pensamientos de la muerte de su hija.

<<Así pues, levantó uno de sus pies para dar el primer paso, y luego el otro… su mente permanecía ocupada, como adormilada por primera vez en mucho tiempo, imaginando de donde podía proceder aquella luz, y a pesar de que en aquel momento no lo notase, una pequeña chispa de vida había regresado a sus ojos. No miró atrás, ni hacia ninguno de los otros tres caminos. El alivio que notaba en sus cansados hombros la empujaba hacia delante. Sus pies caminaron unos trescientos pasos sobre el polvoriento camino antes de que la suave claridad se convirtiese en una luz ligeramente más intensa. Otros doscientos más y los arboles comenzaron a aparecer delimitando el camino a ambos lados. Debía estar a poco menos de un kilometro cuando distinguió el fuego de una gran hoguera. Su pie derecho vaciló en el aire como si su pierna no estuviese segura de querer seguir adelante, pero volvía a notar el corazón palpitando, lleno de vida, en su pecho y obligó a sus pies a seguir adelante. Le temblaban las piernas, era consciente de que las noches tan oscuras como lo era aquella resultaban las preferidas por los bandidos para acechar a los viajeros confiados. Dio otro paso. Uno más. La hoguera continuó creciendo hasta convertirse en la más grande que hubiera visto jamás. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para notar el calor que desprendían las llamas pudo ver el enorme agujero excavado en el suelo. Un profundo agujero del que brotaban unas llamas de una intensidad increíble, como si no fuera sólo leña lo que las estuviera alimentando. El viento sopló con furia y la ancha columna de fuego se inclinó hacia un lado por un momento, haciendo emerger una sombría figura de detrás de las llamas. Tan solo era una sombra hasta que el último soplo de viento avivó de tal manera el fuego que su luz salpicó parte de la silueta de la persona que permanecía sentada tras la hoguera.

<<Aquel hombre levantó la vista de la base del pequeño incendio para clavarla en ella. Sus ojos la interrogaron en completo silencio. Notó aquella mirada abriéndose paso por los rincones de su alma. Entonces el extraño levantó un brazo haciéndole señas con la palma para que se acercase. Sin apenas darse cuenta estaba a su lado. No recordaba haber bordeado la hoguera, y sin embargo allí estaba, tan cerca de aquel pequeño hombre de pelo gris que si prestaba un poco de atención podía escucharlo respirar.

– Has caminado mucho, tanto que hasta tu mirada parece estar cansada.

<<la joven quedó asombrada. Se miró de arriba abajo y comprendió que llegar a aquella conclusión no resultaba demasiado complicado: la falda que antes escondía sus pies estaba tan maltratada por las piedras del camino y las zarzas de los bosques que ahora apenas si le tapaba los tobillos. La larga camisa de hilo trenzado que su marido le había regalado estaba hecha girones a la altura de la cintura y llena de agujeros.

– Tienes buen ojo, de eso no cabe duda –su propia voz le resultó extraña                 tan tanto tiempo sin escucharla-. Hace ya tiempo que partí rumbo a… –                 se quedó callada al comprender que no sabía hacia donde se dirigía.

– Rumbo a ninguna parte, ¿no es eso lo que no querías decir? –lo dijo con               tanta naturalidad que aquella verdad la golpeó con dureza-. Tranquila,                 a mi no tienes por qué explicarme nada –se encogió de hombros un                       segundo-, tan solo soy un viejo que cuida una hoguera. Puedes intentar              calentarte con el fuego, aunque no creo que te sirva de mucho.
– ¿Cómo dices? –no sabía si aquel extraño se refería a que no podría                          calentarse ante la hoguera o a que el hecho de calentarse no la                                  reconfortaría demasiado en su estado.

– Esta hoguera no es como las que hayas podido ver en tu corta vida –                     hablaba solemnemente y parecía envejecer con cada palabra, su                             mirada se perdía en el hipnótico baile de las llamas-. En verdad no es                     como ninguna de las hogueras que nadie haya visto jamás, y aquellos                   que han contemplado sus llamas no hablarán nunca de su existencia.                     No es la madera la que la alimenta, aunque si te acercas lo suficiente y                   miras atentamente verás leña en el fondo del agujero. Su fuego no                           calienta en las frías noches de invierno y ni la más fuerte de las                                 tormentas sería capaz de extinguirla. El fuego se tambalea, si, pero la                     hoguera nunca se apaga.

– Entonces… -dijo intentando poner en orden sus ideas- ¿Cómo se                               supone que consigue mantenerla así de viva? Con las lluvias de esta                       última estación debería…

– Como ya te he dicho antes ni la más fuerte de las tormentas, por muy                    húmeda que sea, conseguiría hacer que ni tan siquiera menguase un                     cuarto de su tamaño. Algo que arde con más fuerza, y durante más                         tiempo que la mejor de las maderas aviva las llamas de la hoguera de                   las penas.

 

Azael no pudo evitar que su boca se entreabriera ligeramente. Al escuchar aquel nombre su corazón se había acelerado y ahora lo escuchaba golpear dentro de su pecho, curioso, ansioso. Supo que la hoguera existía desde el mismo momento en el que había escrito su nombre en el cuaderno, pero escuchar aquella historia de los labios de Nora la hacía un poco más real  aun. Fue a decir algo pero prefirió esperar a que Nora terminase de contar la historia.

 

– ¿La hoguera de las penas? –la joven no podía creer lo que acababa de                     escuchar- no querrá decir que esta hoguera… y que usted…

– Creo que es eso exactamente lo que quería decir –dijo el hombre con                   una mueca a modo de sonrisa en sus agrietados labios-. Esta hoguera                     arde con el fuego de las penas, y yo soy el encargado de alimentarla.

– Pero… ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede…? –las preguntas se le                                  amontonaban en la garganta haciéndola tartamudear-. Explícamelo,                      por favor.

– En realidad es mucho más sencillo que todo lo que se te haya podido                     pasar por la cabeza en los últimos cinco segundos. Piensa en una                             persona con una pena tan grande que sus ojos continúan rojos a pesar                 de que hace mucho ya que derramó la última de las lágrimas que                             llevaba dentro. Imagina como esa pena empieza a devorarlo por                            dentro, como su fuego comienza a consumirlo –pronunció con especial              énfasis la palabra fuego-, como su alegría se apaga y las ganas de vivir                  comienzan a abandonarlo. Y ahora imagina que alguien fuese capaz de                   arrancarle esa pena del corazón.

– ¿Y utilizarla para alimentar una hoguera? –añadió sin terminar de                          comprenderlo.

– Por muy descabellado que suene, esas personas que sufren encuentran                en esta hoguera la oportunidad de deshacerse de sus penas, de olvidar                  aquello que les encoge el alma y los condena a una vida de dolor.

<<La joven se quedó callada, pensando en todo lo que aquel hombre acababa de decir. Sus palabras sonaban sinceras y sus ojos no contenían ni un ápice de mentira. ¿Y si todo era cierto? ¿Y si tenía ante ella la oportunidad de terminar con su sufrimiento?

<<Dejó pasar unos segundos mientras seguía sopesando aquella opción, y entonces se dio cuenta. Desde que viera la tenue luz de la hoguera en el cruce de caminos su mente se había apartado del recuerdo de su pequeña, y el dolor de su pecho se había silenciado levemente. Pero ser consciente de ese hecho la hizo pensar una vez más en Mara, y su corazón se encogió de nuevo. De repente una pregunta apareció en su cabeza.

– Antes has dicho que los que conocen esta hoguera nunca hablarían de                   ella con nadie. ¿Por qué?

– Porque por muchas penas que entreguen al fuego ninguno de ellos                         regresa a su casa siendo la persona que fuera en su día, cuando todo iba               bien. Puede que las penas lastren nuestros corazones, que nos haga                       verter lagrimas amargas o que nos reduzcan a un montón de sollozos,                   pero forman parte de nuestro camino, de nuestra vida y de nuestro                       aprendizaje. Forman parte de nosotros mismos, de lo que somos. Para                 hacer desaparecer por completo sus penas, la hoguera quema todo                       recuerdo que esté relacionado con ellas. El resultado es que aquellas                    personas que entregan sus penas a este fuego reciben a cambio un gran                 vacío. Ningún recuerdo. Ninguno malo, pero tampoco bueno

<<La joven se llevó las manos a la boca, aterrorizada por la terrible realidad que acababa de comprender, desde que perdiera a su pequeña no hubo ni un solo día en el que no deseara que alguien le arrancase el corazón del pecho para librarse de aquel horrible sentimiento. Habría dado cualquier cosa por deshacerse de esa pena. Pero olvidar…

– Y dime –continuó aquel hombre- ¿eres tú una de esas personas? Estás                  ante la que probablemente sea tu única oportunidad de desterrar esa                    angustia que revela tu mirada.

– Yo… -los tartamudeos volvieron a hacer que sus palabras temblaran-                    creo que no puedo. La pena con la que carga mi corazón es grande, pero              olvidar todo lo que tenga que ver con… -la boca se le secó justo en el                    momento en el que iba a pronunciar el nombre de su pequeña.

– A veces olvidar es la única salida. A veces el tiempo no sirve para dejar               de sentir eso que nos daña. Lo único que hace el tiempo es echar arena                 sobre el dolor. Pero esa arena es fina, un soplo de aire es suficiente para               volver a sacar a la luz esos recuerdos que tanto nos empeñamos en                         encerrar bajo llave en nuestra memoria.

– No puedo –acertó a decir no sin esfuerzo-, mi pena me consume y hace                tiempo que dejé de tener lagrimas que derramar, pero… no puedo                          olvidarla. No estoy preparada para olvidar algo que, por mucho dolor                 que me infrinja ha significado tanto para mí. No. Cargaré con mi dolor.                 Cargaré con mi pena. Nunca olvidaré a Mara.

<<Ambos permanecieron en silencio unos segundos, sus siluetas recortadas por la luz de las llamas. Le pareció ver que el hombre sonreía. Él vio en sus ojos la determinación de sus palabras. Se acercó un poco más a ella y posando una mano en su hombro le dijo:

– Esa es tu elección. Me alegro muchísimo.

<<No dijo nada más, apartó su mano suavemente del hombro y dio media vuelta para volver a ocupar el sitio que tanto tiempo llevaba ocupando. Ella se quedó de pie, con la mirada perdida en el baile de llamas, un minuto, dos, tres… hasta que comprendió que su camino había llegado al final. Giró sobre sus talones y se marchó. >>

 

Azael se quedó en silencio, las preguntas no dejaban de dar vueltas en su cabeza, pero quería asegurarse de que Nora hubiera terminado de narrar la historia.

– Esa joven de tu historia… -comenzó a decir al ver que Nora no                                  continuaba –eras tú, ¿verdad?

Nora estaba ausente, los recuerdos la embargaban y su mirada permanecía fija en la ventana que estaba junto a la pila de platos recién fregados.

– Si –dijo por fin volviendo la mirada hacia él-. Hace ya mucho tiempo de                todo eso.

– Siento mucho lo que le ocurrió a Mara –no estaba seguro de que debiera              mencionarla, por lo que lo hizo bajando el tono de voz-. No sabía que                   hubierais tenido una niña.

– Dedan evita hablar del tema por el amor que me procesa, y creo que                     porque le da miedo que aquellos tiempos puedan regresar. Por mi parte               intento hablarles a Trever y Basel de ella para que nunca se olviden de                que tuvieron una hermana. Yo lo olvido, aunque a veces el recuerdo                    duela.

– Lo que no entiendo –continuó Azael-, es porque renunciaste a la                             posibilidad de abandonar esos recuerdos si aun hoy siguen                                         lastimándote.

– Por una sencilla razón: olvidar ese dolor significaba olvidar que una vez               había tenido a mi pequeña entre los brazos, que una vez la amé más de                 lo que he amado nada en esta vida.

 

 

Jorge se quedó mirando a Sara. La pequeña permanecía sentada en la hierba, con los codos apoyados sobre las rodillas, ligeramente inclinada hacia delante. Sus ojos no se aparataban de él, inmersa en la historia, pero su cabeza había perdido el hilo del relato… había luchado para apartar el nombre que Sara había pronunciado antes de empezar, pero este siguió dando vueltas mientras relataba el viaje de Azael.

– Oye Sara –comenzó a decir-, antes has dicho que le contaste a Ángela la               historia de Azael. ¿Tienes una hermana que se llama así?

– No –le contestó poniéndose en pie-, no tengo ninguna hermana.

– Entonces… ¿es tu madre la que se llama Ángela? –las dudas comenzaban              a carcomerlo por dentro.

– Mi mama se llama Carla –le dijo-. Pero fue Ángela quien me dijo que                      conocías unas historias muy interesantes, historias de las de verdad.

El mundo interior de Jorge comenzaba a derrumbarse poco a poco. Su cabeza comenzó a dar vueltas hasta sentir que se mareaba, que sus pies no eran suficiente apoyo para su cuerpo. Intentó recomponerse para pronunciar la siguiente pregunta.

– Mi hija se llamaba Ángela… -no fue capaz de formular la pregunta que                    tenía en mente.

Sara movió la cabeza arriba y abajo, su pelo ondeó en el aire. Jorge volvió a notar que el suelo desaparecía bajo sus pies y tuvo que sentarse para no perder el equilibrio. Estaba intentando poner en orden el torbellino de sentimientos que lo había invadido cuando el sonido del teléfono se lo impidió.

– No te vayas, por favor –sus palabras parecía más una súplica que una                    petición-, ahora vuelvo.

Entró corriendo en casa para contestar al teléfono cuanto antes. Tenía que volver al jardín para seguir preguntándole a Sara. Necesitaba comprender que era lo que estaba pasando.

El número de teléfono que parpadeaba en el identificador de llamadas era el de Samuel. Que quieres ahora…se dijo mientras miraba el auricular. Había imaginado que su e-mail lo tendría alejado durante algún tiempo. Estuvo tentado de no contestar, pero sabía que si no lo hacia su editor continuaría llamando hasta conseguir una respuesta, así que descolgó y tras un breve saludo le preguntó por el motivo de su llamada. Al parecer uno de los relatos que le había mandado el día anterior no era nuevo, ya se lo había mandado seis meses atrás. Jorge se disculpó por el error y le dijo que en aquel momento no tenía tiempo de mandarle nada más. Samuel aceptó a regañadientes aquella respuesta, sabía que era inútil insistirle, se despidió de él tras recordarle que necesitaría un nuevo relato para dentro de un par de semanas.

Cuando regresó al jardín Sara había desaparecido. La buscó sin éxito y tuvo que aceptar el hecho de que tendría que esperar para satisfacer su curiosidad. O tal vez no… se cambió de ropa y salió a la calle por primera vez desde hacía mucho tiempo.  Se encaminó hacia las cuatro casas que Sara había señalado el día anterior y llamó a la primera de las puertas. En aquella casa vivía una pareja de jubilados sin ningún hijo. Probó suerte en la siguiente. En aquella casa tampoco había ninguna Sara. Cruzó la carretera para llamar al timbre de la tercera vivienda y esta vez le preguntó a la joven que abrió la puerta si sabía de alguna niña llamada Sara que viviera en aquella urbanización, pero la joven no sabía de ninguna mujer soltera que se hubiera mudado hace poco con una hija de la descripción que le había dado. Cuando llegó a la última casa de su cabeza era un hervidero de confabulaciones y casi había perdido toda la esperanza de encontrarla y preguntarle cómo y cuando había conocido a su hija fallecida. Pero aquella casa parecía estar abandonada, un cartel clavado en el césped informaba de que la propiedad se encontraba en venta.

¿Y si aquella niña no era más que una ilusión creada por su atormentada mente? Al fin y al cabo había aparecido en su jardín una mañana diciendo que se había colado por un hueco en la valla, hueco que no consiguió encontrar a pesar de haber revisado los setos que rodeaban el patio de arriba abajo. El hecho de que en el barrio nadie la conociese tampoco ayudaba demasiado a disipar aquellas dudas.

Regresó a su casa esperando que al día siguiente Sara apareciese de nuevo en su jardín, con su mirada curiosa y sus zapatillas blancas. Pero eso no sucedió, ni el día siguiente, ni el siguiente… y sus preguntas parecían comenzar a responderse solas.


El Escritor: capítulo 3

-Una vida en un sueño-

 

 

Abrió los ojos en una pequeña cama dentro de una pequeña habitación decorada tan solo con dos pizarras blancas garabateadas con rotulador azul. Escuchó ruido de pasos en el pasillo y vio como se abría la puerta. Por ella entró Bea, joven y bella como lo fuera una vez, como lo era en el momento en el que la había conocido. Se acercó a la cama y, tras apartar a un lado el nórdico, se sentó a su lado regalándole uno de los besos más dulces que había recibido hasta aquel día. Su sabor lo inundó todo y su olor recorrió todo su cuerpo tras colarse por sus fosas nasales. Olía como se suponía que debían oler los ángeles, a jazmín y agua de rocío, a fantasía y deseo. La rodeó con ambos brazos para atraerla aun más contra su cuerpo, intentando retenerla, aunque algo en su interior le decía que aquel momento duraría menos de lo que a él le hubiera gustado. Era la primera noche que pasaban juntos después de dos semanas de relación y cada minuto le había parecido irremplazable en el tiempo. Pero como el que despierta de un dulce sueño tiene que dejar marchar esa sensación cálida de gozo, él tuvo que dejar marchar a la única persona que lo hacía sentir vivo para que no llegara tarde a su primera clase del día. Ella se marchó y él sacó un bolígrafo y un pequeño cuaderno de uno de los tres cajones de la mesilla y se puso a escribir.

Cuando pestañeó se vio en el hospital, su mano agarraba la de Bea mientras esta traía al mundo a la primera hija de ambos. La tensión se mezclaba con la emoción en la sala de maternidad mientras ella le susurraba que cogiese a la pequeña Ángela y él se maravillaba con el sonido del nombre de un bebe con una cara tan angelical como la de su mujer.

Volvió a pestañear y vio a su hija, de pie junto a la cama en la que su mujer permanecía aun dormida, sujetando el despertador blanco entre sus pequeñas manos. Tenía una sonrisa divertida en la cara, como la que tienen todos los niños que acaban  de hacer alguna travesura. Antes de que pudiera preguntarle nada Ángela estiró una mano hasta dejar el despertador sobre la mesilla con cuidado de no hacer ruido y llevó la otra hasta sus labios para que no dijera nada. Tiró de él hacia la cocina y le contó su plan. Quería darle una sorpresa a su madre y prepararle el desayuno. Llevaba despierta desde las seis de la mañana, el tiempo justo para poner patas arriba la cocina y estrellar un par de huevos contra las baldosas del suelo. Jorge la ayudó a terminar de preparar el desayuno, metió un par de rebanadas de pan de molde en la tostadora y bajó despacio la palanca. La cara de Bea al despertarse y ver a su hija con la bandeja del desayuno entre las manos manchadas de mantequilla y mermelada le acompañaría el resto de su vida.

Pestañeó de nuevo mientras se reía a carcajadas contándole a su mujer las peripecias de la pequeña con los huevos y lo que vio le provocó un escalofrió. El tiempo era frio y el suelo estaba lleno de las hojas que mudaban los arboles. Escuchó a Bea llamando a su hija a lo lejos y sintió un par de gotas de lluvia resbalarle desde el pelo hasta las mejillas. En ese momento lo comprendió todo. Salió corriendo en su busca, pero ya era demasiado tarde. Un ruido sordo lo arrasó todo, notó como el corazón comenzaba a latirle despacio, muy despacio. No quería avanzar, no quería seguir caminando hacia donde había tenido lugar el accidente, pero sus piernas no se detuvieron hasta que estuvo delante del cuerpo sin vida de su hija. La ira lo consumió tan rápido como lo hacía el fuego con un papel de fumar empapado en alcohol de quemar al ver al joven que se levantaba desorientado del suelo y miraba su moto y el cuerpo de la pequeña sobre el charco de sangre. Dijo que ni siquiera la había visto, que no iba rápido… pero nada de eso lo calmó. Sus ojos estaban empañados por lágrimas de dolor y de una furia animal, irracional.

Pestañeó una vez más y un frio vacio lo llenó todo a su alrededor. Estaba en casa, sentado en la silla de su despacho. Miraba de reojo hacia el salón donde Bea permanecía en silencio, encogida, agarrándose las rodillas con ambas manos. Desvió la mirada un momento y cuando miró de nuevo su mujer ya no estaba en el sofá. La certeza de lo que estaba a punto de suceder le golpeó en el pecho aun más fuerte de lo que lo había hecho al recordar el accidente e intentó pestañear de nuevo para escapar de aquella escena. Esta vez no sucedió nada. El silencio sobrevolaba la casa y la angustia comenzaba a anidar en su pecho, una vez más. Se levantó y corrió escaleras arriba con la ingenua esperanza de llegar a tiempo, de no ser tan estúpido aquella vez como para no darse cuenta de lo que estaba pasando por la cabeza de su destrozada  mujer. No sirvió de nada. Cuando llegó al baño de la planta superior un hilo de luz salía por debajo de la puerta, que estaba cerrada. No se escuchaba nada dentro. Las manos le temblaron mientras se acercaban al picaporte, pero tras girarlo y comprobar que, como en aquella ocasión, estaba cerrada cayeron a ambos lados de su cuerpo como si hubiesen perdido toda su fuerza en aquel simple giro de muñeca. Miró hacia abajo y la realidad lo golpeó de nuevo en forma de charco de sangre.

Se despertó con un grito mudo en la garganta, como si unas manos imaginarias se aferrasen a su cuello para evitar que se desahogase. Las palmas de las manos le sudaban y boqueaba igual que lo hacían los peces en la red con la que el pescador los saca del agua. Cuando consiguió calmarse lo suficiente su cabeza recuperó el control de sus pulmones y volvieron a funcionar a la velocidad esperada. Miró el reloj, aturdido todavía por el doloroso sueño del que acababa de despertar, y se dio cuenta de que era la primera vez en mucho tiempo que no se despertaba antes de las doce del mediodía.

Se levantó de la cama y se puso el chándal que utilizaba para estar por casa. Salió de la habitación y bajó las escaleras con la única intención de enchufar la cafetera y  tomarse un café lo más cargado posible. Necesitaba despejar la mente. Mientras estaba ensimismado analizando el sueño que tanto lo había trastornado le pareció ver la figura de Sara en el jardín. Aquello lo hizo regresar a la realidad y abandonar el dolor residual que la noche le había dejado en el corazón. Con la taza de café que acababa de servirse calentándole las manos traspasó la puerta del jardín y se acercó al lugar en el que estaba la pequeña, esta vez entretenida con los volantes de su vestido azul.

– Buenos días Sara –la saludó y le dio un largo tragó al negro café que aun humeaba-, ayer te fuiste sin que pudiera despedirme de ti.

– Lo siento, mi madre me llamó para que fuera a comer –mantenía la mirada en sus dedos mientras estos retorcían la tela del vestido-, ¿me contarás hoy más sobre Azael?

– Por supuesto, es más, si quieres podemos continuar ahora mismo –le contestó y observó aparecer una sonrisa en los labios de la pequeña-, si a tu madre le parece bien, claro.

– A ella no le importará, ayer le conté como Azael había llegado a la ciudad perdida después de de que su abuela muriese –se quedó en silencio un segundo-. Bueno, y también se lo conté a Ángela.

– ¿Cómo dices? –no estaba seguro de haber escuchado bien-. ¿Tienes una amiga que se llama Ángela?

– Entonces, ¿continuarás con la historia ahora? Quiero saber que escribió Azael en ese cuaderno tan extraño que le dieron –sus ojos parecían abrirse incluso más de lo que lo habían hecho el día anterior.

–  Claro que si –accedió sin darle mayor importancia al asunto-, pero antes de empezar… ¿quieres que te traiga algo de beber? –la niña negó con la cabeza y se sentó en la yerba.

–  Está bien, continuemos pues con una de esas historias que el cuaderno juzgó lo suficientemente real como para permanecer escritas en él…


El Escritor: capítulo 2

-el comienzo del camino: Azael y la ciudad perdida-

 

 

Azael era un joven de quince años que vivía en una pequeña ciudad en la que no solía haber demasiado que hacer, aunque eso no le importaba demasiado. Se pasaba el día cuidando de su anciana abuela, que lo había cuidado desde la muerte de sus padres. Ella preparaba la comida con lo que él iba a comprar al mercado a diario, y se encargaba de que su ropa estuviera limpia y con la menor cantidad de agujeros posible. Él la ayudaba en todo lo que podía: hacía los recados sin rechistar, barría y fregaba la vieja y pequeña casa en la que vivían, limpiaba el polvo, lavaba los platos…y todo lo hacía con una sonrisa de oreja a oreja. Su abuela lo quería, y él quería a su abuela. No necesitaba nada más.

El poco tiempo libre que tenía después de terminar de hacer todas esas cosas, que tanto ayudaban a su abuela, lo dedicaba a pasear, a recorrer los caminos que se adentraban en el bosque que rodeaba la ciudad por completo o a sentarse en uno de los bancos del mirador situado en el punto más alto de la ciudad. Este último era su lugar preferido, su rincón para dejarse mecer por los vientos que salían de entre las ramas de los arboles. Desde allí las vistas eran espectaculares: que estuviera en el centro mismo de la ciudad hacía que esta pudiera verse por completo si uno giraba trescientos sesenta grados sobre su propio eje. Aquello no tenía demasiado merito si tenemos en cuenta que la ciudad la constituían apenas un puñado de chozas desperdigas en torno a un monte sin cima. Pero sin lugar a dudas lo que más le gustaba era que podía apreciarse por completo la circunferencia que formaban pinos, abedules y encinas que llevaban siglos creciendo a orillas de la ciudad. Siempre que los miraba terminaba haciéndose la misma pregunta: ¿habían crecido antes los arboles o lo había hecho la ciudad? tal vez los primeros habitantes de aquel lugar hubieran plantado aquellos arboles con el fin de utilizarlos a modo de frontera con el resto del mundo. Una gran muralla verde y marrón que delimitaba la ciudad en cualquier dirección.

Un día, tras haber pasado poco más de media hora contemplando aquel maravilloso paisaje, el atardecer lo alcanzó mientras recorría el camino de vuelta a casa para ayudar a su abuela a preparar la cena. Cuando llegó  a la vieja y sencilla casa de piedra rojiza y tejado de arcilla encontró a su abuela esperándolo con los platos ya encima de la mesa. El aire que la puerta de entrada había desplazado al abrirse y cerrarse llevó hasta su nariz el rico aroma de las patatas asadas rellenas que preparaba su abuela y su estomago pareció quejarse emitiendo un breve gruñido.

– Que rápida has sido hoy abu –aquel apodo cariñoso siempre conseguía hacerla sonreír-, ¿tanto me he retrasado?

–  No –en su voz se notaba el cansancio de toda una vida de sacrificio-, es que hoy quiero acostarme pronto mi niño.

–  ¿Estás bien? Pareces muy cansada…

La anciana asintió con la cabeza y sus rizos grises, esos que Azael recordaba revoloteando sobre su nariz cuando aun no sabía ni andar, se movieron ligeramente.

–  No todos tenemos tanta energía como tú –señaló con el cucharón de madera hacia Azael y se puso a servir un poco de la salsa que había aderezado con alguna hierba aromática que llevaba un rato intentando reconocer-. Apuesto a que serías capaz  de ver cambiar la Luna en el cielo sin que Morfeo apenas acertara a rozar tus parpados.

–  ¿Quieres que te lea un poco antes de que te duermas? –le preguntó cuando ambos dejaron de reír.

Azael siempre le leía a su abuela, cada noche, antes de que ella se quedara dormida. Todos los días, siempre que ella se lo pedía. Sus ojos eran jóvenes, los de su abuela por el contrario…habían visto cambiar muchas veces a la dama blanca que dormía en el firmamento. Ella le enseñó a leer en cuanto se hizo cargo de él, y aquella era su forma de agradecérselo. Además, le gustaba hacerlo. Había aprendido a leer muy rápido y en menos de un año devoraba libros que casi no podía sujetar con sus pequeñas manos, y hasta se atrevía con algún que otro poema que la hacían reír y llorar a partes iguales.

Ella asintió y el resto de la cena ambos permanecieron en silencio. Después de cenar Azael recogió la mesa y lavó los platos para dejarlos secando sobre un paño de hilo blanco. Le preguntó a su abuela que le apetecía que le leyera y tras coger el pesado libro que había escogido de la estantería del salón, y esperar a que se metiera en la cama, fue a su habitación. Su abuela estaba arropada hasta la mitad del cuello y tenía los ojos entrecerrados. Arrastró una silla de la que colgaba el vestido que llevaba en la cena hasta colocarla junto a la cabecera de la cama y encendió la lamparita de noche que estaba encima de una de las mesillas de madera. Comenzó a leer. Llevaba leyendo un par de horas cuando levantó ligeramente la vista de la hoja del libro y comprobó que su abuela se había quedado dormida.

¿Dormida? No, algo le decía que no estaba dormida. Su cuerpo estaba demasiado inmóvil, sus labios no se movían como lo harían los de alguien que respirase con normalidad. Se concentró en su pecho. Un segundo…dos segundos…ningún movimiento. Tres segundos…cuatro segundos…ningún movimiento.

Azael se abalanzó sobre la cama y pegó su oreja al pecho de su abuela, justo por encima de donde creía que se encontraba el corazón. Recordaba haber encontrado más de un dibujo del cuerpo humano en los montones de libros que había leído en su corta vida, recordaba que en ellos podía verse la ubicación de los órganos internos. Juraría que estaba allí, justo donde había colocado la oreja, o al menos a una distancia suficiente como para poder escucharlo palpitar. Pero no lo escuchaba. No encontraba el sonido de su latir. Miró hacia todas partes pensando en lo que podía hacer, sus ojos se movían con rapidez de una esquina a otra de la habitación. No se le ocurrió nada. No conseguía centrar sus pensamientos, era como si, de repente, su cerebro se hubiera apagado por completo y solo se molestara en asegurarse de que siguiera respirando. La certeza lo golpeó en el centro del pecho con tanta fuerza que lo levantó de la cama. Su abuela, lo que más quería en el mundo, lo único que tenía en la vida, había muerto. Puso sus manos sobre las de su abuela y le cruzó los brazos sobre el pecho. Su cara reflejaba una calma inusual y eso hizo que se sintiera un poco mejor mientras sentía las lagrimas resbalar por sus mejillas. Salió de la habitación, y tras juntar en un macuto las pocas cosas de valor que poseía y una hogaza de pan del día anterior, cerró la puerta de madera pintada de verde por última vez. Se dirigió a la casa del médico, una estructura de dos pisos que se encontraba unas cuantas casas más allá, y después de comunicarle la muerte de su abuela, y de escabullirse con una excusa que olvidó tan pronto como salió de su boca, se encaminó hacia la arboleda que rodeaba la ciudad. Una vez llegado a los primeros arboles se detuvo por unos minutos para intentar decidir hacia donde ir a continuación. No tenía nada y su única familia yacía sin vida en la cama del que nunca volvería a ser su hogar. No conocía nada más que aquella ciudad que lo había visto nacer y que ahora quedaba a su espalda. No tenía ni idea de lo que podía encontrarse más allá de aquellos enormes arboles que lo contemplaban desde las alturas, impasibles, y nunca había sentido la necesidad de descubrir nada.

Así que comenzó a andar. Sin rumbo fijo, sin un destino concreto. Tan solo puso un pie en el camino y el otro lo siguió.

Caminó durante todo el día, sin apenas pararse a descansar, y durante toda la noche. Y siguió caminando. Lo hizo hasta que los pies comenzaron a llenársele de ampollas. Pero no tenía ningún motivo para detenerse, nada había que lo retuviera en un mismo lugar más de lo que tardaba la sombra de un árbol en cambiar de posición bajo la luz del sol de mediodía, así que siguió caminando hasta que las ampollas desaparecieron y las plantas de sus pies se hicieron tan duras como el camino que pisaban sus gastados zapatos. Vio cambiar de traje a la dama blanca que presidia el cielo, la vio llenarse y vaciarse hasta desaparecer, y su corazón no podía evitar encogerse cada vez que la miraba, rodeado de la oscuridad de la noche. Recordaba cada una de las veces en las que su abuela le había hablado de la Luna.

La hogaza de pan apenas había durado una semana, y ahora solo quedaban unas pocas migas repartidos por el fondo del macuto. Sobrevivía a base de los frutos y plantas que encontraba en los bosques que rodeaban ambos lados del camino, había aprendido por las malas que frutos podían ayudarte a calmar el hambre y cuales te hacían tener que cavar una letrina cada dos pasos, y aprovechaba los riachuelos y arroyos para saciar la sed. Durante la primera semana apenas durmió. La siguiente pegaba cabezadas cuando se sentaba para descansar un poco antes de proseguir con su camino. Al mes de haber empezado a caminar tan solo había conseguido dormir durante un par de noches enteras. Al tercer mes sus ropas estaban carcomidas por los roces y los enganchones entre matas de zarzas, los zapatos apenas tenían suela y el pelo comenzaba a ocultarle por completo las orejas.

Esa noche había dormido a ratos, con el cuerpo encajado entre dos gruesas raíces para las que la tierra parecía haberse quedado pequeña. Aquellos dos pequeños muros de madera habían servido para resguardarle del viento que soplaba en aquellas tierras al caer la noche, pero el terreno no era del todo llano y se había despertado con un dolor bastante molesto en el cuello que le impedía girar la vista por completo hacía su derecha. Se sacudió el polvo de lo que quedaba de los pantalones marrones y recogió el macuto del suelo. Miró a su espalda, acordándose de hacerlo girando el cuello hacía la izquierda para evitar la punzada de dolor, hacía el sendero por el que había venido el día anterior y volvió la vista hacia el frente, hacia la barrera de delgados troncos de corteza rojiza que se elevaba en el horizonte. Dedicó un último vistazo a su campamento improvisado pensando en cuando sería la próxima vez que tuviera un golpe de suerte igual y comenzó a caminar. Sus pies ya no necesitaban que la cabeza les dijera que era lo que se esperaba de ellos, sabían que tenían que hacer y simplemente lo hacían.

Pronto los delgados arboles rojos pasaron a ser troncos tan anchos como la espalda del herrero de una ciudad que ya solo recordaba vagamente. Una fila de gruesos troncos de corteza agrietada de color teja. Y tras esa primera fila, una segunda. Y tras la segunda…una tercera. Así sucesivamente hasta donde sus ojos alcanzaban a ver desde donde se encontraba. Más allá de la cuarta fila todo comenzaba a oscurecerse, los arboles formaban una red entrelazada, de tal manera que dejaba poco resquicios por los que los rayos de sol pudieran colarse. Alzó la vista para ver las copas de los árboles y se topó con un techo de ramas entrecruzadas que se retorcían hasta convertir aquel paraje en una especie de caja de madera gigantesca.

Traspasó la primera hilera de arboles y enseguida se encontró delante de la segunda. Hizo lo propio con esta, esquivando los troncos y dejándolos a izquierda y derecha, y con la siguiente, y con la que se encontró después. Durante casi media hora se dedicó a esquivar enormes troncos, algunos con la corteza agrietada y otros a los que se les caía a cachos, había perdido de vista la luz del sol y comenzaba a pensar que no hacía más que caminar en círculos. ¿Qué se supone que iba a hacer si se perdía en aquel espeso mar de arboles? Allí no parecía crecer nada, no tendría nada que llevarse a la boca, ni de comer ni de beber. De pronto sus manos, estiradas hacia delante a modo de avanzadilla, dejaron de encontrar apoyos. Levantó la mirada y los rayos del sol lo cegaron durante unos segundos. Lo que sus ojos vieron después de adecuarse a la claridad lo dejó perplejo: estaba viendo una pequeña ciudad, o más bien una aldea. Detrás de la tupida red de arboles un grupo de diez o doce casas bajas se aglutinaban alrededor de un roble cuyo tronco tapaba casi por completo la más alejada de ellas. Brotes de yerba abrían el empedrado del suelo en busca de los rayos de sol que se colaban entre el tupido ramaje de los arboles que sitiaban aquel lugar. Se dirigió hacia el gran roble mientras miraba a su alrededor embargado por la curiosidad y la sorpresa a partes iguales. Todas las casas eran bastante similares, de fachada tan blanca que parecían brillar bajo la luz del sol y coronadas por tejados en los que se apilaban las tejas rojas. Casi todas tenían un par de ventanas, más o menos a un metro del suelo, y una puerta de madera de un rojo similar al del tejado. Había un par que eran un poco más altas, le recordaron a la casa del alcalde de aquella que una vez fuera su ciudad, y contaban con otras dos ventanas en lo que parecía ser un piso superior. Tanto las puertas como las ventanas de todas ellas estaban orientadas hacía el gran tronco que parecía presidir aquel lugar. Se acercó más a él, un gran roble de corteza nudosa, y vio como una fila de piedras describía un circulo completo a su alrededor como si de un asiento se tratase. Continuó acercándose hasta que se percató de que había alguien sentado en una de las piedras, con la espalda apoyada contra el ancho tronco.

 

–  Parece que tenemos un turista –dijo la desconocida sin levantar la mirada de lo que fuera que estuviera mirando-, hace mucho tiempo que nadie venía a visitarnos.

Las contraventanas de madera barnizada que protegían algunas de las ventanas de las casas comenzaron a abrirse una tras otra y pudo contar al menos una docena de personas que lo saludaban con una sonrisa mientras le dedicaban un “bienvenido amigo” a coro.

 

–  Hola –fue todo lo que alcanzó a decir Azael, abrumado por aquel recibimiento-, muchas gracias.

Aquellas palabras salieron temblando de su garganta, como desconocidas después de tanto tiempo sin apenas cruzar más de una frase con un ser humano. A las plantas y a los animales no había dejado de hablarles desde la primera semana de camino, hubo días en los que llegó a pensar que estaba empezando a perder la cabeza tras varias horas de charla con un matojo del camino o con aquel erizo que se coló en su campamento improvisado aquella noche. Ese caluroso recibimiento era la primera muestra de afecto que recibía desde hacía mucho, mucho tiempo. Los habitantes de las casas fueron desapareciendo uno a uno tras las cortinas dejando las ventanas abiertas de par en par. Azael se acercó hasta una de las piedras cercanas a la que ocupaba la mujer que seguía con la mirada fija en ninguna parte, dejó el sucio macuto en el suelo y se sentó. Sin que se diera cuenta un suspiro de alivio escapó directamente desde el interior de su pecho cuando al fin dejó de notar el peso de todo su cuerpo sobre los maltratados pies.

 

– Parece que tus pies se alegran de que hagas un alto en el camino, ¿vienes de muy lejos? –su mirada continuaba fija, o perdida.

– La verdad es que no sé muy bien donde estoy ahora mismo –le contestó con toda sinceridad-, nunca había salido de la ciudad en la que nací, y me temo que no recuerdo cuanto tiempo llevo andando. Así que…supongo que la respuesta es un no sé.

– Claro, ahora entiendo porque has conseguido llegar aquí –lo dijo para sí misma y clavó sus ojos en él, por primera vez pudo ver el increíble color verde que los teñía, un verde suave, como el de las primeras yerbas de primavera.

– ¿Perdona? –apenas había conseguido escucharla, pero lo que había oído no tenía sentido para él -, tampoco se puede decir que el camino hasta aquí esté demasiado oculto.

–  Jajaja –sus labios eran finos, algo más carnosos en su parte central, era realmente hermosa –no me refería a eso  jovencito.

<<Aquí no se planea venir, aquí se llega. Muchas personas salieron un buen día de sus casas con la firme intención de encontrar esta ciudad. O aldea, llámala como quieras. El caso es que ninguna de esas personas lo logró. Muchas de ellas, las más sabias, desistían al cabo de un par de meses de recorrer caminos, subir montañas, seguir senderos, cruzar ríos… otras tardaban años en darse por vencidas y aceptar la verdad… probablemente las más estúpidas de ellas aun continúen ahí fuera, buscándola. Buscándonos. Pero como te he dicho antes este lugar no es algo que pueda buscarse, este lugar se encuentra cuando no lo haces. Si caminas en su busca, intentado alcanzarla, se esconde y se aleja, pero si lo haces sin ningún destino… sin ninguna intención… puede que un buen día, sin pretenderlo, te encuentres frente a un oscuro bosque de arboles de extraña corteza roja y… pero dejemos las historias para más tarde, apuesto a que tu estomago me lo agradecerá si le doy algo de comida caliente y un buen trago de zumo de uva>>

La mujer se frotó los muslos enérgicamente con las palmas de las manos como si tratase de desentumecer las piernas y se puso en pie con un movimiento extremadamente ágil y elegante. Azael permaneció sentado unos segundos, contemplándola mientras sopesaba la invitación: de pie parecía aun más hermosa. Le sacaba dos cabezas y tenía el pelo del color de un rayo de sol al reflejarse sobre una gran superficie de oro. Pero su estomago no tenía ningún interés en contemplar las hermosas curvas que aquel vestido blanco que llevaba puesto le otorgaba a su cuerpo y gruñó de tal manera que sus mejillas se sonrojaron.

 

– Jajaja –se rió ella dejando entrever unos dientes blancos como perlas -¡veo que no me equivocaba respecto a tu estomago! Por cierto, creo que no me he presentado: mi nombre es Sela.

– Encantando de conocerte Sela –se puso en pie -, yo me llamo Azael, y te doy las gracias por tu amabilidad.

Dejó que sus palabras flotasen en el aire durante lo que dura un bostezo antes de seguirla hasta una de las casas más cercanas al gran árbol.

Comió más de lo que recordaba haber comido jamás y disfrutó de cada una de las jarras llenas de un zumo de uva increíblemente dulce con las que su anfitriona le obsequió. Tras terminar de cenar Sela le acompañó hasta la que sería su habitación aquella noche y de camino le mostró donde podría asearse y quitarse el polvo del camino. El contacto con el agua caliente lo relajó hasta tal punto que los ojos comenzaron a cerrársele. Los tensos músculos de su delgado cuerpo se desentumecieron, revelándole dolores en lugares en los que antes no sentía nada. Al salir de la ducha le sorprendió ver que tenía una camisa y unos pantalones limpios sobre el colchón de la cama. Miró alrededor en busca de su vieja y desgastada ropa pero no estaba en la habitación. Lo que si vio fue su macuto, junto a una mecedora de mimbre y unos zapatos negros que no eran los suyos: aquellos tenían suela. Se puso aquella ropa y bajó las escaleras que dividían la casa en dos plantas. No encontró a nadie en el salón, tampoco había nadie  en la cocina y no recordaba haber escuchado ningún ruido en el piso de arriba. Se quedó pensando un momento, intentando decidir qué hacer a continuación mientras paseaba la mirada por la cocina cuando creyó ver una sombra recostada contra el tronco del roble que presidía la ciudad. Salió por la única puerta de la casa tras atravesar el oscuro salón y reconoció a Sela sentada en la misma piedra en la que la había conocido. Avanzó hacia ella mientras levantaba un brazo a modo de saludo.

 

– Buenas noches –lo saludó su anfitriona -,  veo que no me he equivocado con la talla –lo miró de arriba abajo.

– Muchas gracias –dijo pasándose las manos por la suave tela de los pantalones –no tenías que haberte molestado.

– ¿Tú crees? –parecía divertirse –no podía permitir que fueses medio desnudo por ahí. ¿Qué iban a pensar de mi como anfitriona? No, no soy de las que dejan que sus invitados paseen vestidos con harapos teniendo yo algo mejor que ofrecerles.

– Oye Sela… -necesitaba escoger con cuidado las palabras, después de lo bien que se estaba portando con él no quería meter la pata –antes has dicho que sólo se llegaba a este lugar si no lo estabas buscando –tomó aire -¿Cómo llegaste tú aquí? ¿y el resto?

Sela desvió la mirada como intentando encontrar el punto en el que la había tenido concentrada la primera vez que habían hablado juntos.

 

–  No es asunto mío contarte como acabaron el resto en la ciudad perdida –era la primera vez que pronunciaba el nombre por el que aquel lugar era conocido al otro lado del denso muro de troncos de corteza roja -, pero puedo contarte como terminé yo aquí. No toda la historia, eso nos llevaría demasiado tiempo y no es un viaje demasiado agradable para mí, pero si un pequeño resumen de ella.

<<Nací en un pequeño pueblo del norte, al pie de tres grandes montañas. Todo iba bien, al menos todo lo bien que puede irle a una niña en estos tiempos: tenía una madre que me cuidaba, un padre que jugaba conmigo y cuidaba mucho de ella y un hermano mayor que me enseñó a recoger maíz, a sembrar tomates y a diferenciar las setas que podía utilizarse para cocinar de aquellas que eran venenosas. Pero un día un rayo calló en uno de los arboles que había cerca de una de las casas del pueblo y el fuego se propagó increíblemente rápido, devorándolo todo de una casa antes de pasar a la siguiente. Las mismas montañas de las que tan orgullosos estábamos por protegernos de los vientos huracanados que soplaban en aquella región también desviaban el curso de cualquier rio lejos del pueblo, por lo que sofocar las llamas resultó una batalla perdida de antemano. Yo estaba en el bosque, buscando setas para demostrarle a mi hermano cuanto había aprendido, y lo que encontré al regresar fue… La verdad es que aunque quisiera contarte algo más no sé si sería capaz, los recuerdos son bastante confusos, solo sé que cuando no me quedaron más lagrimas comencé a caminar. No sabía que podía hacer, ni a donde podía ir, pero allí ya no quedaba nada para mí, todo mi mundo estaba reducido a cenizas a mí alrededor. Pasé por muchas ciudades: en algunas me trataron bien, en otras tuve que estar más tiempo escondida entre sombras que a la luz del sol por miedo a todo el mundo. Pero no pude quedarme en ninguna de ellas porque… supongo que porque no las sentía como si fueran mi hogar. El resto, imagino, es bastante similar al viaje que te ha traído a ti hasta aquí: dormía cuando podía y donde podía, comía lo que encontraba en los bosques… hasta que un buen día me encontré en frente de unos árboles de corteza roja, me aventuré entre ellos y descubrí este lugar>>.

 

Azael se quedó sorprendido por las similitudes entre la historia que acababa de escuchar y la suya propia.

– ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué haces tú aquí?

– Yo… -hizo una pausa intentando encontrar las fuerzas para continuar –mi abuela murió mientras le leía un libro. Ella era todo lo que tenía.

Azael notó como si algo se rompiese en el mismo centro de su pecho. Llevaba mucho tiempo sin pensar en su abu y hablar de su perdida en voz alta hacía dolorosamente real la certeza de que ahora estaba completamente solo en el mundo.

– Ella era todo lo que tenía, y cuidar de ella era todo lo que sabía hacer –ahora era él quien tenía la mirada fija en ninguna parte -. Solo hay otra cosa que se me da bien: andar. Y eso es lo que hice, andar y andar. Hasta que llegué aquí.

– Ya veo… y apuesto a que piensas que la vida ha perdido toda razón de ser para ti, ¿verdad? –se giró para quedar frente a él- Déjame que te diga una cosa que he aprendido a medida que han pasado los años desde que llegué aquí: todos tenemos una misión en este mundo. Todos estamos aquí para hacer algo. Yo, por ejemplo, me di cuenta de que era aquí donde debía estar, ayudando a los que como tú, y como yo en su momento, creemos que nuestros caminos no nos llevan a ninguna parte.

– Yo no serviría para eso –aseguró.

– Puede que tengas razón, o no –afirmó Sela con una sonrisa en sus finos labios-. Lo que sí es seguro es que el camino es diferente para cada uno de nosotros Azael, y que por mucho que no sepas hacer una, o diez cosas, eso no significa que no sirvas para nada. ¿Has dicho que le leías a tu abuela, no?

– Si, ella me enseñó a leer y cuidó de mi después de que mis padres murieran –recordó las largas noches a la luz de la lámpara de la habitación de la que un día fue su casa-, yo se lo agradecía ayudándola en todo lo que podía. Le encantaba leer, pero sus ojo…

– Entiendo. Así que has leído mucho, probablemente incluso más que yo. Seguramente también sabrás escribir, ¿me equivoco?

Azael asintió con la cabeza.

– Si. De vez en cuando le escribía alguna cosa, pero creo que no lo hacía demasiado bien, ella siempre se reía cuando terminaba de leerlo.

– Tal vez se riera porque le resultaba gracioso que hubieras aprendido tan rápido –le guiñó un ojo y continuó-. Pero, ¿sabes qué? Creo que es lo que puedes hacer mientras encuentras tu verdadero camino. Espérame un segundo aquí.

Sela se levantó y fue hasta la casa cuya puerta se le había olvidado cerrar a Azael. Pasaron diez minutos, durante los cuales se había dedicado a contemplar el suave brillo de la luna, hasta que Sela volvió a salir de la casa cerrando la puerta tras ella. Cuando estuvo a una distancia suficiente como para que la luz de la luna iluminara su rostro se dio cuenta de que traía algo bajo uno de los brazos.

– Esto es para ti –se sentó a su lado de nuevo y le tendió lo que sujetaba con ambas manos.

Azael observó el cuaderno que Sela acababa de entregarle. Las cubiertas eran de una piel que estaba teñida de un color similar al del vino, y a primera vista le pareció que tenía más hojas que cualquiera de los libros que él hubiera leído. Lo abrió con todo el cuidado del mundo mientras dominaba la curiosidad que lo invadía. Pasó su mano por una de las blancas hojas de papel y le pareció lo más suave que habían tocado sus jóvenes dedos.

– Te propongo un trato- le dijo Sela mientras él seguía ensimismado pasando las hojas en blanco-. Puedes llevarte este cuaderno cuando te marches de aquí. Noto en tu mirada las ganas de volver al camino en busca de tu futuro, y sin duda durante tu viaje tendrás la posibilidad de escuchar muchas y diferentes historias. Escríbelas en este cuaderno y cuando se acaben sus hojas, o decidas que tu viaje ha terminado, vuelve aquí para devolvérmelo. En este lugar no solemos contar con muchos entretenimientos y estoy segura de que todos –describió un amplio círculo con sus manos abarcando todas las casa- estaremos encantados de leer los emocionantes relatos que hayas podido recopilar.

– Y, ¿como sabré si las historias que me cuentan son ciertas? –apartó la mirada del cuaderno por primera vez desde que se lo entregara para mirarla a los ojos-, dudo que os interesen cuentos de hadas o historias tan antiguas que no se sabe si son realidad o invención…

–          Tranquilo, no tienes que preocuparte por eso –puso una mano sobre las tapas del cuaderno y dejó que su mirada vagara por ellas-, en cuanto escribas la primera frase en esas hojas sabrás si la historia es cierta o sólo uno de esos cuentos de hadas de los que has hablado –le pareció verla sonreír-. Hagamos una prueba para que veas de que te hablo. Toma esta pluma y este bote de tinta y escribe una frase de alguna historia que sepas a ciencia cierta que no es real.

Azael cogió la pluma y el pequeño botecito negro que Sela le estaba ofreciendo y volvió a abrir el cuaderno, por la primera página esta vez, con el mismo cuidad con el que lo había hecho la primera vez. Dejó el bote de tinta a su lado, desenroscó el tapón y empapó la punta de la pluma en el negro y espeso liquido. Se quedó pensativo, intentando recordar alguna de esas historias que todos hemos leído o escuchado a lo largo de nuestra vida y que sabemos que son ficción. Recordó un cuento que su abuela solía contarle cuando aun no sabía leer.

 

Se trataba de una historia sobre un hombre tan alto que sus vecinos lo temían porque decían que alguien así no podía ser “natural”. Aquel hombre era tan alto que tenía que agacharse incluso para poder entrar por el gran pórtico de la iglesia de su aldea y se veía obligado a dormir sobre montones de paja al no existir cama lo suficientemente grande y resistente para soportar su gran estatura. Su abuela ponía especial empeño en que se diera cuenta de que lo importante no era el aspecto físico de una persona, si no lo que aguardaba a ser descubierto en su interior. Aquel hombre tuvo que abandonar su aldea cuando comprendió que nadie llegaría a aceptarlo nunca debido a su aspecto. Se resguardó de cualquier mirada de desprecio  en uno de los montes más antiguos de la región. Allí construyó una gran casa en la que la altura no era impedimento. Una noche, cuando salió a contemplar las estrellas porque no podía dormir, se quedó embelesado al contemplar la gran esfera blanca que bañaba con su blanca luz las copas de los arboles cercanos. Le parecía sorprendentemente grande y cercana, tenía la sensación de que si estiraba los brazos podría acariciarla. Y así lo hizo, estiró sus largos brazos y notó el frio que desprendía la luna, solitaria como él. Pasó sus manos por toda su circunferencia y le limpió un par de cráteres en los que se le había acumulado tierra con el paso de los años. De repente la luna le sonrió. El frio desapareció y una templada brisa reconfortó su solitario corazón. Desde aquella noche nunca volvió a estar solo a pesar de que ningún ser humano se atreviese a subir hasta la cima de aquel antiguo monte. Cada noche la luna se acercaba a él y lo abrazaba con su luz plateada y clara. Él le devolvía el abrazo y limpiaba sus grietas de tierra y polvo.

Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Azael al darse cuenta de que su abuela no volvería a contarle ninguna historia como aquella. Se concentró en apartar aquella certeza de su cabeza y notó el peso de una de las manos de Sela en su hombro. Levantó la mirada y la vio hacerle un gesto con la otra mano, como invitándolo a comenzar a escribir. Así lo hizo y contempló maravillado como cada palabra que escribía desaparecía dejando la página de nuevo en blanco, como si nunca hubiese sido utilizada.

– Si lo que escribes en estas páginas no es verdad, no permanecerá escrito –le explicó al ver su cara de asombro-. No me preguntes como, pero el cuaderno sabe diferenciar entre una historia real y una que no lo es.

Azael asintió en silencio, perturbado por lo maravilloso y misterioso de lo que sus ojos acababan de contemplar. Sentía decenas de preguntas sobre aquel extraño cuaderno arremolinándose en su cabeza, pero Sela le había dicho que no sabía el por qué y él la creía. Cerró con delicadeza el cuaderno, lo apoyó sobre sus rodillas e hizo lo propio con el bote de cristal, posándolo con suma delicadeza, junto con la pluma, encima de las gruesas tapas.

– Bueno, creo que va siendo hora de irse a dormir –concluyó-, imagino que querrás partir con los primero rayos de luz de la mañana, ¿no es así?

– Si –confirmó él-. Has sido muy amable conmigo, pero creo que aun no estoy preparado para dejar de caminar. Siento como si…

– Se a lo que te refieres, yo sentía exactamente lo mismo cuando pasaba por una ciudad que me gustaba: podría haberme quedado en cualquiera de ellas, pero creía que aun tenía mucho que descubrir. No te preocupes –lo tranquilizó-, si tu sitio resulta ser este volveremos a vernos.

Los dos caminaron en silencio de vuelta a la casa blanca y se despidieron en el salón antes de subir a sus habitaciones.

Esa noche apenas consiguió dormir dos horas seguidas, a pesar de que el colchón era lo más mullido en lo que había apoyado su espalda desde hacía muchos meses, y cada vez que se despertaba no podía evitar dirigir la mirada a la silla en la que descansaban el cuaderno, la pluma y el tintero. A la mañana siguiente, después de llenar el estomago con un buen pedazo de esponjoso bizcocho que la misma Sela preparó y una jarra de leche bien fría, abandonó la ciudad perdida.

 

 

El teléfono de su despacho sonó tirando por tierra el mundo que Jorge estaba construyendo con sus palabras.

– Valla por dios –se lamentó mientras miraba a Sara-, me temo que tendremos que hacer un pequeño descanso.

– ¿Me contarás más? –le contestó la pequeña con los ojos abiertos como platos-, Azael me da mucha pena…

– No te preocupes, su historia mejora con cada nuevo paso que dan sus pies. Ya lo verás –le dedicó una sonrisa a Sara, se puso en pie y entró en casa.

Solo existía una persona tan persistente como para seguir llamándolo periódicamente a pesar de lo reticente que era él a contestar al teléfono. Cuando llegó al despacho miró la pequeña pantalla del identificador de llamadas. No se había equivocado, se trataba de su editor.

Samuel era algo más joven que él, hecho que lo había llevado a reflexionar durante una semana antes de tomar la decisión de convertirlo en su editor. Pero a pesar de que su juventud podría ser sinónimo de inexperiencia en un mundo en el que eran los años los que otorgaban respeto tenía que reconocer que se movía como pez en el agua, en un agua atestada de tiburones del resto de editoriales de la ciudad. El teléfono dejó de sonar y Jorge encendió el portátil que tenía sobre una de las estanterías situadas a su izquierda. Antes de que la inconfundible melodía de inicio de Windows brotara por los altavoces el sonido del teléfono volvió a romper en mil pedazos el silencio que moraba en aquella casa. Descolgó el auricular y volvió a colgarlo mientras el ordenador terminaba de arrancar. Al entrar en su bandeja de correo electrónico se encontró con un mail de Samuel esperando para ser leído. Era lo habitual: su editor lo llamaba, él le colgaba (o simplemente no contestaba), y automáticamente recibía un correo electrónico en el que le explicaba el motivo de intentar ponerse en contacto con él. La última llamada no contestada había sido aquella misma mañana, a primera hora. Abrió el mail y comprobó que el contenido seguía el mismo patrón de otras veces: en las primeras líneas se interesaba por su estado para continuar después con el verdadero motivo, preguntarle sobre los capítulos de su autobiografía que debía haberle enviado a principios de semana, o sobre este o aquel proyecto que tenía entre manos. Hubo una época en la que la incansable insistencia de Samuel le había llegado a parecer molesta. Él no estaba acostumbrado a marcarse fechas de entrega para lo que escribía, tenía más que comprobado que había días en los que, por mucho que se empeñase, sus musas se escabullían dejándolos solo ante un papel en blanco. Pero con el tiempo había comprendido que su joven editor no hacía más que el trabajo por el que le pagaban. Tecleó una respuesta que aplacaría sus ansias mientras maldecía el momento en el que había aceptado el encargo de escribir una autobiografía y pensó en el folio a medio escribir que tenía encima del escritorio. Era de los que prefería escribir a mano, desgraciadamente Samuel prefería trabajar con ordenadores. En el mensaje que le envió le agradecía el constante interés por su estado, el contaba que estaba bien y le adjuntaba un par de relatos cortos de los muchos que permanecían olvidados en las carpetas de su ordenador o en los varios archivadores que descansaban en uno de los estantes de su librería. En realidad su respuesta era la misma que le había mandado meses atrás, idéntica a las que le había enviado durante el año siguiente al accidente.

Una vez más obligó a sus recuerdos a permanecer velados en su cabeza, apagó el ordenador convencido de que no tendría noticias de Samuel en las siguientes dos semanas más o menos y desandó el camino hasta la puerta de la cocina. Paseó la mirada por el jardín en busca de Sara, pero la pequeña no estaba. Se acercó hasta donde Noa seguía tumbada y le soltó la correa. Pasó una de sus manos por el suave pelo corto de la perra y en recompensa por sus caricias recibió un lametazo en la mejilla. Se rio mientras se secaba las babas con la manga del jersey y el sonido de su risa le pareció extrañamente lejano, como si en realidad no fuese él quien se estuviera riendo.  Se dirigió a la zona de la valla que Sara había señalado, donde se suponía que estaba el agujero por el que se había colado en su jardín, pero al apartar los setos comprobó que no había agujero alguno. Repitió la operación en tres ocasiones más siguiendo el recorrido de los arbustos en dirección a la entrada de la cocina. No encontró ni rastro de agujero alguno. No parecía que la valla estuviera rota en ningún punto. Como has entrado… se repetía mientras volvía a comprobar la valla por quinta y última vez. Nada. La madera estaba perfecta en todo el recorrido desde el fondo del jardín hasta las escaleras de entrada a la casa. Regresó a su estudio intentando recordar si había dejado abierta la puerta del jardín. Intentó también imaginarla, pequeña y delgada como era, trepando el casi un metro de altura que tenía la valla.

Cuando quiso darse cuenta estaba junto a la vieja silla del despacho. Se sentó, sus piernas ya no estaban acostumbradas a andar ni a agacharse durante tanto tiempo y notaba un ligero dolor en los gemelos, y dejó que sus ojos vagaran por las pilastras de madera maciza que nacían en el suelo y morían a escasos centímetros de la moldura de escayola que decoraba el techo. Su mirada resbaló por las vetas de la madera hasta los archivadores azules que descansaban en el cuarto estante de la segunda estantería. Allí estaban guardados todos los cuentos, relatos e historias que había escrito cuando Ángela estaba viva. Mi pequeña…, apenas fue un susurro, pero el hecho de volver a pronunciar aquellas dos palabras fue suficiente para que las puertas de su memoria se abrieran de par en par. De ellas brotaron sentimientos que él mismo había enterrado en el más profundo de los agujeros que había conseguido escavar en su mente. Volvió a ver el dorado pelo de su hija revoloteando en el aire mientras ella le pegaba patadas a las hojas secas que bañaban el suelo aquel otoño, aquel jodido otoño. También recordó a Beatriz, Bea como acostumbraba a llamarla él, corriendo tras ella para que se pusiera la cazadora cuando había empezado a chispear. Bea. Esas tres letras significaban mucho en su mundo. Aquellas tres letras fueron una vez la llave maestra de todos los candados de su imaginación. Volvió a pronunciarlas y miles de agujas lo atravesaron haciendo que sangrara lágrimas de dolor. Aun y a pesar de que ya no estuviera con él seguía agradeciéndole al cielo que la hiciera cruzarse en su camino. Ella lo inspiró hasta límites insospechados, y Ángela lo convirtió en la persona más feliz que hubiera conocido el mundo. Y ahora no tenía a ninguna de las dos, ahora no tenía nada… excepto a Noa, todavía tengo un alma afín en esta vida. Esa idea lo consoló y aplacó el dolor hasta el punto de hacerlo soportable. Se puso en pie apoyando una mano en el reposabrazos para hacer fuerza y estiró la otra hasta uno de los dos archivadores que llevaban el nombre de su amada hija escrito en el lomo. Lo abrió mientras regresaba a la silla y lo dejó sobre la mesa. Pasó las hojas sin fijarse en nada en particular hasta que sus manos se detuvieron en una en concreto. Jorge le dedicó un minuto y comprendió el por qué: aquel era el cuento preferido de Ángela. Enfocó la vista y comenzó a leer un párrafo al azar.

 

Venid, seguidme a otro lugar en el cual podamos hablar sin inquietudes, pues no es para tomarse a broma la cuestión que me pedís que os aclare. Siempre fuisteis de una curiosidad inagotable, intentando averiguar a cada momento lo que a otros se les escapa. Pero bien, basta de recuerdos que para nada vienen al caso en el tema que nos atañe, y por vuestra mirada diría que sois de mi misma opinión. De acuerdo pues, pasemos a ese tema por el que tanto tiempo lleváis preguntándome y que largo tiempo llevo aplazando. Pero antes debéis comprender lo que le conocimiento que buscáis conlleva, y creedme, por dios, creedme pues no por gusto he mantenido lo que ahora os revelaré sepultado en mi memoria. Sed consciente de que lo que me pedís os traerá consigo un sinfín de enemigos dignos de ser temidos, y que a su vez estos enemigos traerán otros de igual calaña con el único fin de acabar con vuestra vida, al igual que llevan intentado acabar con la mía tanto tiempo. ¡Pero que estoy diciendo! Me temo que en ocasiones olvido de en qué os habéis convertido. Durante largos años os he visto crecer, a vos y a vuestra espada, y desde el día en que vuestra señora madre, que era mi señora, os confió a mi supe que este día llegaría antes o después. ¡Pardiez! Todavía me parece oír a vuestra madre suplicándome entre sollozos que cuidase de vos como había cuidado de ella durante tantos años: “un favor os pido, mi fiel Albert, un último favor. Y lo hago de la manera más humilde y personal. No permitáis que nada malo le suceda a mi pequeña, por vuestra divina salvación querido amigo, procurad bien para ella pues, aun a riesgo de perderlo todo, ella es lo que más me importa… y ante todo nunca, y permitidme que recalque esta palabra, nunca, reveléis su verdadero nombre. Que ni el mismísimo Satanás surgiendo de las tinieblas consiga arrancaros ese secreto, del que dependerá sin duda su supervivencia. Haced que reciba un nuevo nombre, al igual que nuevos apellidos. Respecto a la marca… haced todo lo posible, incluso lo imposible también, porque no sea vista por nadie jamás, y si algún ojo inocente la sorprendiera… ¡que nuestro señor nos perdone y le perdone a él también pues tendréis que acabar con su vida!”.

Os juro por las piedras que dan forma a aquella cruz que se ve a lo lejos que jamás en vida creo poder volver a sentir tanto peso como sentí aquel maldito día sobre mi alma. Como habréis podido entender tiempo no era precisamente lo que sobraba, por lo que me vi galopando hacia ningún lugar, sin mirar atrás y sin una idea clara en el tumulto que era en aquel instante mi cabeza. Solo cuando estuve completamente seguro de que nadie me había seguido di descanso al pobre animal que tuvo la desdicha de servir a tan noble empresa. No sabía muy bien hasta donde me había alejado del peligro, pero a juzgar por la penosa imagen que presentaba el caballo debí galopar unas veinte leguas en poco menos de diez minutos.

 

Jorge apartó la vista de la hoja y se asombró al notar que la imagen de su hija, escuchando atentamente mientras él le contaba el último cuento que había escrito para ella, hacía que el dolor menguara un poco más hasta convertirse en un leve susurro.


El Escritor: capítulo 1

-el escritor-

 

            <<No respeto al tiempo que nos mide en los silencios.

He visto apagarse estrellas, he matado noches de lamentos; he sido testigo de llantos sin consuelo…

He reclamado el cielo a los cuatro vientos al creer llegado mi momento, he acariciado la locura con la yema de mis dedos y he bajado a los infiernos por recuperar un sueño.

He perdido y ganado el respeto de quien vive de prestado con ilusiones del pasado y he visto caer el temor de ser amado.

He sido testigo del renacer del alba en los suspiros de una bella dama llamada esperanza y he conocido el beso de la calma.

He percibido el riesgo oculto en creernos dueños de nuestros sentimientos cuando ni tan siquiera podemos avalar nuestras palabras y anclar nuestros secretos.

He caminado por senderos tan anchos que mi vista no conseguía abarcar ambos extremos y me he arrastrado por pasos de montaña tan estrechos que no darían cabida a un hombre y su orgullo.

Luché en batallas tan sangrientas que las ropas que vestí podrían teñir cien ríos y fui testigo de la entrega de reinos por parte de reyes vencidos.

Disfruté de amaneceres sobre la Luna y asistí al nacimiento de hombres tan poderosos que una simple palabra suya sería capaz de hacer temblar las convicciones del más firme de los mortales.

He despreciado tesoros tan grandes que se necesitarían más de diez barcos para trasladarlos todos por mar.

A mi han acudido personas de casi todas las calañas: varones en busca de opinión, damas en busca de consejo, fieles en busca de guía, asesinos en busca de ayuda… y cada uno de ellos obtuvo su respuesta.

He matado, he vivido y he odiado más que muchos de los que presumen de haberlo hecho; he prendido la llama del verdadero fuego de la pasión en el corazón de mujeres tan bellas que dejarían sin habla al más diestro de los poetas. 

He sido pirata, actor, policía, soldado, rey y esclavo; verdugo, asesino, marido, padre, hermano; en ocasiones he sido un sentimiento, en otras un regalo, a veces algo incierto, otras solo he sido pasado…>>

 Dejó el bolígrafo junto a la libreta de tapas gastadas y se llevó las manos a las sienes para frotarlas con la esperanza de que aquella sensación desapareciera. Se obligó a centrarse en el folio medio garabateado que tenía delante. Se obligó a continuar.

<<…soy, he sido y seré escritor.>> 

Soltó el bolígrafo como si le quemara entre los dedos y se miró la palma de la mano buscando una marca que solo existía en su cabeza. Los ojos le picaban de nuevo. Se recostó en la vieja silla, fiel compañera en cada uno de sus muchos viajes, y esta crujió a modo de queja por el exceso de peso sobre sus debilitadas uniones. Había ganado un poco de peso últimamente.

Paseó su cansada vista por el pequeño estudio intentando, sin éxito, enfocarla en alguno de los cientos de libros que vestían las paredes a su alrededor. Aun con la vista nublada se puso en pie para dirigirse al baño y refrescarse un poco pero las piernas le temblaron hasta el punto de hacer que su mano izquierda tuviera que buscar el apoyo del respaldo de la silla. Miró a su espalda, inquieto por si alguien había visto lo sucedido. No le gustaba que la debilidad se reflejara en él. Recobró el equilibrio y se regodeó en su propia banalidad. Hacía mucho tiempo ya desde la última vez en la que alguien lo había mirado. Hacía mucho tiempo que no se dejaba ver. Hacía mucho tiempo…de cualquier cosa que se asemejara a tener vida social, o al menos eso le parecía a él: una eternidad. Avanzó recorriendo con pasos cortos el tramo de tarima caoba que lo separaba de la puerta del cuarto de baño y una vez allí dejó que una de sus manos acariciara las vetas de las molduras mientras sus recuerdos volaban. Había decidido construir aquel pequeño baño al ver cómo iban en aumento las horas que pasaba enclaustrado en el estudio, sentado en la misma vieja silla, frente al mismo viejo escritorio color cerezo. Miró sus manos, también le parecieron viejas, más viejas de lo que recordaba haberlas visto la última vez que las miró. Mejor así, se dijo, de esa manera no desentonarían con la edad del resto del mobiliario de la habitación. Al fin y al cabo no habían sido ni una ni dos las ocasiones en las que se había sentido como un mueble más en aquella quietud que lo inundaba todo.

Se quedó en silencio, sumándose así al silencio que vagaba a su alrededor, mientras consciente y subconsciente debatían en su interior: uno sabía que no iba a encontrar nada, salvo oscuridad, en aquella casa, el otro quería dar media vuelta, buscar en las sombras, para quizás encontrar. La realidad se impuso, dejándole claro que nadie lo acompañaba ya en su camino. Estiró la mano para alcanzar el interruptor del baño y encendió la luz.

Los azulejos blancos le devolvieron parte de la luz que brotaba de cada uno de los tres halógenos empotrados en el blanco techo y se sorprendió al comprobar que cada día le costaba más acostumbrarse a tanta claridad. Durante los últimos tres años de su vida apenas había salido de aquel despacho. Durante el día los rayos de sol se filtraban por dos pequeños ventanucos situados delante del escritorio de cerezo, a unos dos metros del suelo rojizo y a escasos tres pasos de la última de las estanterías, y al caer la noche la única luz que bañaba la estancia provenía de dos sencillas lámparas de acero forjado tan antiguas como el resto de la decoración. Una vez sus ojos se hubieron acostumbrado a la blanca luz, abrió el grifo y sumergió ambas manos bajo el chorro de agua fría. Ese mismo frio sirvió para reactivar la circulación en ellas y notó un ligero cosquilleo en las yemas de los dejos. Colocó las palmas hacia arriba de tal manera que el agua comenzó a inundar sus manos y el reflejo que ésta le devolvió  lo desconcertó. No se recordaba tan viejo, tan magullado por el inapelable paso del tiempo. Sus manos se abrieron inconscientemente dejando que el agua se escapara entre los dedos camino del desagüe mientras su mente se perdía en recuerdos de la que un día fuera su vida. Volvió a escuchar las risas llenando los rincones que ahora pertenecían al silencio, recordó el calor y el color de unos cuantos amaneceres y dejó que esas sensaciones mecieran sus pensamientos durante unos segundos. Tuvo que obligar a su cabeza, una vez más, a regresar de nuevo al presente. Conocía muy bien el dolor que lo esperaba a la vuelta de cualquiera de las esquinas de sus recuerdos y bajo ningún motivo tenía pensado dejarse sorprender por él.

La certeza de su soledad era algo que todavía le costaba asimilar. Intentaba verla como una compañera de viaje, como una amante distante que no calienta el corazón, pero cuya presencia notaba a cada paso. Acercó de nuevo las manos al chorro de agua y se las llevó a la cara antes de que el reflejo volviera a aparecer, juzgándolo con aquellos cansados ojos. Repitió la operación en dos ocasiones, las dos igual de rápidas que la primera, y cerró el grifo. Mientras se secaba la cara con la toalla de mano escuchó de nuevo las risas. Mantuvo la toalla en alto mientras comenzaba a repetir, con un tono cargado por el cansancio, la misma letanía que recitaba cada vez en mayor número de ocasiones: son cosas de tu escacharrada imaginación…te estás haciendo mayor y comienzas a desvariar…

Pero esta vez había algo diferente, algo en aquella risa era distinto, algo la hacía parecer tan real…

Noa ladró en el jardín, arrancándolo del vacío en el que se había sumergido su corazón al escuchar aquella risa. Pero en esa ocasión el recuerdo de su fiel compañera de piso no lo reconfortó como cuando solía imaginársela sentada en la entrada, con su pelaje canela reflejando la luz del sol, o mientras intentaba lamer la mano del cartero cuando se acercaba al buzón a dejar la correspondencia, o cuando se la imaginaba corriendo tras una simple mariposa que revoloteara entre las margaritas del jardín. El motivo de que la incertidumbre provocada por el eco de aquella risa no desapareciera con la imagen de su perra lo golpeó con dureza, Noa no ladra nunca. Se sumergió en su cabeza y buscó en las habitaciones de su memoria, solo en las de siempre, se repetía mientras abría una puerta tras otra buscando un momento de su vida en el que la bóxer canela hubiera ladrado. Se detuvo ante una puerta tras la que se escuchaban ladridos, y al abrirla la vio tumbada en el sofá. Las patas delanteras se agitaban nerviosas, y las traseras se contraían y se relajaban rápidamente. Recordaba aquel día: Noa tendría unos once meses cuando una tarde se quedó dormida a sus pies en el sofá y comenzó a correr en sueños. Él se había quedado mirándola, entre divertido y extrañado, al escucharla ladrar muy bajo: como un profundo suspiro al principio y con más intensidad después.

Noa volvió a ladrar en el jardín y él cerró la puerta de su memoria. Era la única vez que recordaba haberla escuchado ladrar, si aquellos débiles sonidos podían considerarse ladridos. Escuchó de nuevo la risa, apagó la luz del baño y regresó al estudio. Lo atravesó con paso ligero y llegó a la puerta de cristal que conectaba el jardín trasero con la cocina. Encontró a Noa agazapada al lado de la caseta de madera que él mismo le había construido tras adoptarla en la perrera municipal. Ella lo miró con aquellos ojos que siempre parecían cargados de tristeza y una pequeña sonrisa iluminó brevemente su cara.

– ¿Qué pasa pequeña? –dijo con el mismo tono paternal con el que se          dirigía siempre a ella-, qué era lo que perseguías esta vez ¿un conejo o un gato? Se te ha vuelto a escapar…

La frase se quedó inacabada, flotando en el aire mientras su gesto se tensaba ligeramente al comprobar que era lo que Noa miraba tan fijamente. Torció la cabeza para mirar en la dirección en la que miraba la perra, a través de la verde yerba de jardín, y sus ojos se tropezaron con unas zapatillas blancas. Alzó la vista y se encontró a una niña que se las miraba como si ocultaran un secreto que solo ella conociera.

– Hola –dijo movido por la curiosidad-, ¿Cómo te llamas?

– Hola –la mirada de la niña continuaba fija en sus pequeñas                       zapatillas blancas-, me llamo Sara.

– Hola Sara, yo me llamo Jorge –se presentó poniendo una mano                 sobre el pecho mientras pensaba en la siguiente pregunta-.  ¿Qué             haces aquí?

– Mi mama está haciendo la comida y me ha dicho que podía salir a               jugar al jardín –se sentó y comenzó a jugar con los cordones de las           zapatillas-, tu valla tiene un agujero allí –su delgado y pálido brazo           señaló en dirección a un punto al norte de de la valla, donde los                 setos la ocultaban casi por completo.

– ¿A si? –contestó Jorge y se encogió de hombros-, supongo que                   tendré que arreglarlo para que Noa no se escape esta noche –le guiñó un ojo a la pequeña mientras acariciaba la cabeza de la perra.

La pequeña Sara continuaba jugueteando con los cordones de sus zapatillas, como si él no estuviera allí.

– Y dime, ¿hace mucho que tu mama y tú vivís en este barrio? –no                recordaba a casi ninguno de sus vecinos, no se trataba del típico                vecino modelo.

– Creo que trece días, pero aun me hago un lio con algunos números.          Antes vivíamos en una casa más pequeña, en otra ciudad. Pero                  ahora vivimos allí –volvió a señalar con el brazo, esta vez hacia un            grupo de cuatro casas de tejado rojo.

Jorge intentó hacer memoria, buscaba algún tipo de recuerdo sobre las personas que vivían en aquellas cuatro casas. Nada. Apenas se acordaba los nombres de la pareja que vivía en la casa contigua.

Volvió a mirar a Sara. El pelo castaño le caía liso hasta los hombros. Vestía una camiseta blanca con un gato naranja en el centro y unos pantalones vaqueros, cortados a mano, por encima de las rodillas. Noa ya no ladraba y se había tumbado bajo un viejo columpio teñido por el oxido.

– ¿Sabes contar historias? –la pregunta pilló desprevenido a Jorge,              que aun intentaba encontrar algún nombre, alguna referencia a                quien podía ser aquella niña-, me gustan mucho las historias y aun            queda un rato para la hora de comer –levantó la cabeza y sus ojos,          pequeños y azules, se clavaron en los suyos.

– Hace mucho que no cuento ninguna –contestó intentando no                    pensar en la última ocasión en la que había contado una-, pero creo          que aun recuerdo alguna.

Jorge miró a Sara durante unos segundos mientras se daba unos golpecitos con el dedo índice en el labio inferior.

– Erase una vez, en un reino muy lejano… -comenzó.

– No, esas historias no –le cortó la pequeña antes de que pudiera               terminar la primera frase-. No soy un bebe, ¿sabes?, ya tengo diez             años. Me refiero a una historia de las de verdad.

Jorge se quedó pasmado mirando a aquella niña que no aparentaba más de ocho años. Ella le aguantó la mirada como si tuviera dieciocho.

– Así que una historia de verdad eh…está bien, te contaré una                     historia de verdad. Te contaré la historia de Azael.