El Escritor: capítulo 1

-el escritor-

 

            <<No respeto al tiempo que nos mide en los silencios.

He visto apagarse estrellas, he matado noches de lamentos; he sido testigo de llantos sin consuelo…

He reclamado el cielo a los cuatro vientos al creer llegado mi momento, he acariciado la locura con la yema de mis dedos y he bajado a los infiernos por recuperar un sueño.

He perdido y ganado el respeto de quien vive de prestado con ilusiones del pasado y he visto caer el temor de ser amado.

He sido testigo del renacer del alba en los suspiros de una bella dama llamada esperanza y he conocido el beso de la calma.

He percibido el riesgo oculto en creernos dueños de nuestros sentimientos cuando ni tan siquiera podemos avalar nuestras palabras y anclar nuestros secretos.

He caminado por senderos tan anchos que mi vista no conseguía abarcar ambos extremos y me he arrastrado por pasos de montaña tan estrechos que no darían cabida a un hombre y su orgullo.

Luché en batallas tan sangrientas que las ropas que vestí podrían teñir cien ríos y fui testigo de la entrega de reinos por parte de reyes vencidos.

Disfruté de amaneceres sobre la Luna y asistí al nacimiento de hombres tan poderosos que una simple palabra suya sería capaz de hacer temblar las convicciones del más firme de los mortales.

He despreciado tesoros tan grandes que se necesitarían más de diez barcos para trasladarlos todos por mar.

A mi han acudido personas de casi todas las calañas: varones en busca de opinión, damas en busca de consejo, fieles en busca de guía, asesinos en busca de ayuda… y cada uno de ellos obtuvo su respuesta.

He matado, he vivido y he odiado más que muchos de los que presumen de haberlo hecho; he prendido la llama del verdadero fuego de la pasión en el corazón de mujeres tan bellas que dejarían sin habla al más diestro de los poetas. 

He sido pirata, actor, policía, soldado, rey y esclavo; verdugo, asesino, marido, padre, hermano; en ocasiones he sido un sentimiento, en otras un regalo, a veces algo incierto, otras solo he sido pasado…>>

 Dejó el bolígrafo junto a la libreta de tapas gastadas y se llevó las manos a las sienes para frotarlas con la esperanza de que aquella sensación desapareciera. Se obligó a centrarse en el folio medio garabateado que tenía delante. Se obligó a continuar.

<<…soy, he sido y seré escritor.>> 

Soltó el bolígrafo como si le quemara entre los dedos y se miró la palma de la mano buscando una marca que solo existía en su cabeza. Los ojos le picaban de nuevo. Se recostó en la vieja silla, fiel compañera en cada uno de sus muchos viajes, y esta crujió a modo de queja por el exceso de peso sobre sus debilitadas uniones. Había ganado un poco de peso últimamente.

Paseó su cansada vista por el pequeño estudio intentando, sin éxito, enfocarla en alguno de los cientos de libros que vestían las paredes a su alrededor. Aun con la vista nublada se puso en pie para dirigirse al baño y refrescarse un poco pero las piernas le temblaron hasta el punto de hacer que su mano izquierda tuviera que buscar el apoyo del respaldo de la silla. Miró a su espalda, inquieto por si alguien había visto lo sucedido. No le gustaba que la debilidad se reflejara en él. Recobró el equilibrio y se regodeó en su propia banalidad. Hacía mucho tiempo ya desde la última vez en la que alguien lo había mirado. Hacía mucho tiempo que no se dejaba ver. Hacía mucho tiempo…de cualquier cosa que se asemejara a tener vida social, o al menos eso le parecía a él: una eternidad. Avanzó recorriendo con pasos cortos el tramo de tarima caoba que lo separaba de la puerta del cuarto de baño y una vez allí dejó que una de sus manos acariciara las vetas de las molduras mientras sus recuerdos volaban. Había decidido construir aquel pequeño baño al ver cómo iban en aumento las horas que pasaba enclaustrado en el estudio, sentado en la misma vieja silla, frente al mismo viejo escritorio color cerezo. Miró sus manos, también le parecieron viejas, más viejas de lo que recordaba haberlas visto la última vez que las miró. Mejor así, se dijo, de esa manera no desentonarían con la edad del resto del mobiliario de la habitación. Al fin y al cabo no habían sido ni una ni dos las ocasiones en las que se había sentido como un mueble más en aquella quietud que lo inundaba todo.

Se quedó en silencio, sumándose así al silencio que vagaba a su alrededor, mientras consciente y subconsciente debatían en su interior: uno sabía que no iba a encontrar nada, salvo oscuridad, en aquella casa, el otro quería dar media vuelta, buscar en las sombras, para quizás encontrar. La realidad se impuso, dejándole claro que nadie lo acompañaba ya en su camino. Estiró la mano para alcanzar el interruptor del baño y encendió la luz.

Los azulejos blancos le devolvieron parte de la luz que brotaba de cada uno de los tres halógenos empotrados en el blanco techo y se sorprendió al comprobar que cada día le costaba más acostumbrarse a tanta claridad. Durante los últimos tres años de su vida apenas había salido de aquel despacho. Durante el día los rayos de sol se filtraban por dos pequeños ventanucos situados delante del escritorio de cerezo, a unos dos metros del suelo rojizo y a escasos tres pasos de la última de las estanterías, y al caer la noche la única luz que bañaba la estancia provenía de dos sencillas lámparas de acero forjado tan antiguas como el resto de la decoración. Una vez sus ojos se hubieron acostumbrado a la blanca luz, abrió el grifo y sumergió ambas manos bajo el chorro de agua fría. Ese mismo frio sirvió para reactivar la circulación en ellas y notó un ligero cosquilleo en las yemas de los dejos. Colocó las palmas hacia arriba de tal manera que el agua comenzó a inundar sus manos y el reflejo que ésta le devolvió  lo desconcertó. No se recordaba tan viejo, tan magullado por el inapelable paso del tiempo. Sus manos se abrieron inconscientemente dejando que el agua se escapara entre los dedos camino del desagüe mientras su mente se perdía en recuerdos de la que un día fuera su vida. Volvió a escuchar las risas llenando los rincones que ahora pertenecían al silencio, recordó el calor y el color de unos cuantos amaneceres y dejó que esas sensaciones mecieran sus pensamientos durante unos segundos. Tuvo que obligar a su cabeza, una vez más, a regresar de nuevo al presente. Conocía muy bien el dolor que lo esperaba a la vuelta de cualquiera de las esquinas de sus recuerdos y bajo ningún motivo tenía pensado dejarse sorprender por él.

La certeza de su soledad era algo que todavía le costaba asimilar. Intentaba verla como una compañera de viaje, como una amante distante que no calienta el corazón, pero cuya presencia notaba a cada paso. Acercó de nuevo las manos al chorro de agua y se las llevó a la cara antes de que el reflejo volviera a aparecer, juzgándolo con aquellos cansados ojos. Repitió la operación en dos ocasiones, las dos igual de rápidas que la primera, y cerró el grifo. Mientras se secaba la cara con la toalla de mano escuchó de nuevo las risas. Mantuvo la toalla en alto mientras comenzaba a repetir, con un tono cargado por el cansancio, la misma letanía que recitaba cada vez en mayor número de ocasiones: son cosas de tu escacharrada imaginación…te estás haciendo mayor y comienzas a desvariar…

Pero esta vez había algo diferente, algo en aquella risa era distinto, algo la hacía parecer tan real…

Noa ladró en el jardín, arrancándolo del vacío en el que se había sumergido su corazón al escuchar aquella risa. Pero en esa ocasión el recuerdo de su fiel compañera de piso no lo reconfortó como cuando solía imaginársela sentada en la entrada, con su pelaje canela reflejando la luz del sol, o mientras intentaba lamer la mano del cartero cuando se acercaba al buzón a dejar la correspondencia, o cuando se la imaginaba corriendo tras una simple mariposa que revoloteara entre las margaritas del jardín. El motivo de que la incertidumbre provocada por el eco de aquella risa no desapareciera con la imagen de su perra lo golpeó con dureza, Noa no ladra nunca. Se sumergió en su cabeza y buscó en las habitaciones de su memoria, solo en las de siempre, se repetía mientras abría una puerta tras otra buscando un momento de su vida en el que la bóxer canela hubiera ladrado. Se detuvo ante una puerta tras la que se escuchaban ladridos, y al abrirla la vio tumbada en el sofá. Las patas delanteras se agitaban nerviosas, y las traseras se contraían y se relajaban rápidamente. Recordaba aquel día: Noa tendría unos once meses cuando una tarde se quedó dormida a sus pies en el sofá y comenzó a correr en sueños. Él se había quedado mirándola, entre divertido y extrañado, al escucharla ladrar muy bajo: como un profundo suspiro al principio y con más intensidad después.

Noa volvió a ladrar en el jardín y él cerró la puerta de su memoria. Era la única vez que recordaba haberla escuchado ladrar, si aquellos débiles sonidos podían considerarse ladridos. Escuchó de nuevo la risa, apagó la luz del baño y regresó al estudio. Lo atravesó con paso ligero y llegó a la puerta de cristal que conectaba el jardín trasero con la cocina. Encontró a Noa agazapada al lado de la caseta de madera que él mismo le había construido tras adoptarla en la perrera municipal. Ella lo miró con aquellos ojos que siempre parecían cargados de tristeza y una pequeña sonrisa iluminó brevemente su cara.

– ¿Qué pasa pequeña? –dijo con el mismo tono paternal con el que se          dirigía siempre a ella-, qué era lo que perseguías esta vez ¿un conejo o un gato? Se te ha vuelto a escapar…

La frase se quedó inacabada, flotando en el aire mientras su gesto se tensaba ligeramente al comprobar que era lo que Noa miraba tan fijamente. Torció la cabeza para mirar en la dirección en la que miraba la perra, a través de la verde yerba de jardín, y sus ojos se tropezaron con unas zapatillas blancas. Alzó la vista y se encontró a una niña que se las miraba como si ocultaran un secreto que solo ella conociera.

– Hola –dijo movido por la curiosidad-, ¿Cómo te llamas?

– Hola –la mirada de la niña continuaba fija en sus pequeñas                       zapatillas blancas-, me llamo Sara.

– Hola Sara, yo me llamo Jorge –se presentó poniendo una mano                 sobre el pecho mientras pensaba en la siguiente pregunta-.  ¿Qué             haces aquí?

– Mi mama está haciendo la comida y me ha dicho que podía salir a               jugar al jardín –se sentó y comenzó a jugar con los cordones de las           zapatillas-, tu valla tiene un agujero allí –su delgado y pálido brazo           señaló en dirección a un punto al norte de de la valla, donde los                 setos la ocultaban casi por completo.

– ¿A si? –contestó Jorge y se encogió de hombros-, supongo que                   tendré que arreglarlo para que Noa no se escape esta noche –le guiñó un ojo a la pequeña mientras acariciaba la cabeza de la perra.

La pequeña Sara continuaba jugueteando con los cordones de sus zapatillas, como si él no estuviera allí.

– Y dime, ¿hace mucho que tu mama y tú vivís en este barrio? –no                recordaba a casi ninguno de sus vecinos, no se trataba del típico                vecino modelo.

– Creo que trece días, pero aun me hago un lio con algunos números.          Antes vivíamos en una casa más pequeña, en otra ciudad. Pero                  ahora vivimos allí –volvió a señalar con el brazo, esta vez hacia un            grupo de cuatro casas de tejado rojo.

Jorge intentó hacer memoria, buscaba algún tipo de recuerdo sobre las personas que vivían en aquellas cuatro casas. Nada. Apenas se acordaba los nombres de la pareja que vivía en la casa contigua.

Volvió a mirar a Sara. El pelo castaño le caía liso hasta los hombros. Vestía una camiseta blanca con un gato naranja en el centro y unos pantalones vaqueros, cortados a mano, por encima de las rodillas. Noa ya no ladraba y se había tumbado bajo un viejo columpio teñido por el oxido.

– ¿Sabes contar historias? –la pregunta pilló desprevenido a Jorge,              que aun intentaba encontrar algún nombre, alguna referencia a                quien podía ser aquella niña-, me gustan mucho las historias y aun            queda un rato para la hora de comer –levantó la cabeza y sus ojos,          pequeños y azules, se clavaron en los suyos.

– Hace mucho que no cuento ninguna –contestó intentando no                    pensar en la última ocasión en la que había contado una-, pero creo          que aun recuerdo alguna.

Jorge miró a Sara durante unos segundos mientras se daba unos golpecitos con el dedo índice en el labio inferior.

– Erase una vez, en un reino muy lejano… -comenzó.

– No, esas historias no –le cortó la pequeña antes de que pudiera               terminar la primera frase-. No soy un bebe, ¿sabes?, ya tengo diez             años. Me refiero a una historia de las de verdad.

Jorge se quedó pasmado mirando a aquella niña que no aparentaba más de ocho años. Ella le aguantó la mirada como si tuviera dieciocho.

– Así que una historia de verdad eh…está bien, te contaré una                     historia de verdad. Te contaré la historia de Azael.

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