El Escritor: capítulo 2

-el comienzo del camino: Azael y la ciudad perdida-

 

 

Azael era un joven de quince años que vivía en una pequeña ciudad en la que no solía haber demasiado que hacer, aunque eso no le importaba demasiado. Se pasaba el día cuidando de su anciana abuela, que lo había cuidado desde la muerte de sus padres. Ella preparaba la comida con lo que él iba a comprar al mercado a diario, y se encargaba de que su ropa estuviera limpia y con la menor cantidad de agujeros posible. Él la ayudaba en todo lo que podía: hacía los recados sin rechistar, barría y fregaba la vieja y pequeña casa en la que vivían, limpiaba el polvo, lavaba los platos…y todo lo hacía con una sonrisa de oreja a oreja. Su abuela lo quería, y él quería a su abuela. No necesitaba nada más.

El poco tiempo libre que tenía después de terminar de hacer todas esas cosas, que tanto ayudaban a su abuela, lo dedicaba a pasear, a recorrer los caminos que se adentraban en el bosque que rodeaba la ciudad por completo o a sentarse en uno de los bancos del mirador situado en el punto más alto de la ciudad. Este último era su lugar preferido, su rincón para dejarse mecer por los vientos que salían de entre las ramas de los arboles. Desde allí las vistas eran espectaculares: que estuviera en el centro mismo de la ciudad hacía que esta pudiera verse por completo si uno giraba trescientos sesenta grados sobre su propio eje. Aquello no tenía demasiado merito si tenemos en cuenta que la ciudad la constituían apenas un puñado de chozas desperdigas en torno a un monte sin cima. Pero sin lugar a dudas lo que más le gustaba era que podía apreciarse por completo la circunferencia que formaban pinos, abedules y encinas que llevaban siglos creciendo a orillas de la ciudad. Siempre que los miraba terminaba haciéndose la misma pregunta: ¿habían crecido antes los arboles o lo había hecho la ciudad? tal vez los primeros habitantes de aquel lugar hubieran plantado aquellos arboles con el fin de utilizarlos a modo de frontera con el resto del mundo. Una gran muralla verde y marrón que delimitaba la ciudad en cualquier dirección.

Un día, tras haber pasado poco más de media hora contemplando aquel maravilloso paisaje, el atardecer lo alcanzó mientras recorría el camino de vuelta a casa para ayudar a su abuela a preparar la cena. Cuando llegó  a la vieja y sencilla casa de piedra rojiza y tejado de arcilla encontró a su abuela esperándolo con los platos ya encima de la mesa. El aire que la puerta de entrada había desplazado al abrirse y cerrarse llevó hasta su nariz el rico aroma de las patatas asadas rellenas que preparaba su abuela y su estomago pareció quejarse emitiendo un breve gruñido.

– Que rápida has sido hoy abu –aquel apodo cariñoso siempre conseguía hacerla sonreír-, ¿tanto me he retrasado?

–  No –en su voz se notaba el cansancio de toda una vida de sacrificio-, es que hoy quiero acostarme pronto mi niño.

–  ¿Estás bien? Pareces muy cansada…

La anciana asintió con la cabeza y sus rizos grises, esos que Azael recordaba revoloteando sobre su nariz cuando aun no sabía ni andar, se movieron ligeramente.

–  No todos tenemos tanta energía como tú –señaló con el cucharón de madera hacia Azael y se puso a servir un poco de la salsa que había aderezado con alguna hierba aromática que llevaba un rato intentando reconocer-. Apuesto a que serías capaz  de ver cambiar la Luna en el cielo sin que Morfeo apenas acertara a rozar tus parpados.

–  ¿Quieres que te lea un poco antes de que te duermas? –le preguntó cuando ambos dejaron de reír.

Azael siempre le leía a su abuela, cada noche, antes de que ella se quedara dormida. Todos los días, siempre que ella se lo pedía. Sus ojos eran jóvenes, los de su abuela por el contrario…habían visto cambiar muchas veces a la dama blanca que dormía en el firmamento. Ella le enseñó a leer en cuanto se hizo cargo de él, y aquella era su forma de agradecérselo. Además, le gustaba hacerlo. Había aprendido a leer muy rápido y en menos de un año devoraba libros que casi no podía sujetar con sus pequeñas manos, y hasta se atrevía con algún que otro poema que la hacían reír y llorar a partes iguales.

Ella asintió y el resto de la cena ambos permanecieron en silencio. Después de cenar Azael recogió la mesa y lavó los platos para dejarlos secando sobre un paño de hilo blanco. Le preguntó a su abuela que le apetecía que le leyera y tras coger el pesado libro que había escogido de la estantería del salón, y esperar a que se metiera en la cama, fue a su habitación. Su abuela estaba arropada hasta la mitad del cuello y tenía los ojos entrecerrados. Arrastró una silla de la que colgaba el vestido que llevaba en la cena hasta colocarla junto a la cabecera de la cama y encendió la lamparita de noche que estaba encima de una de las mesillas de madera. Comenzó a leer. Llevaba leyendo un par de horas cuando levantó ligeramente la vista de la hoja del libro y comprobó que su abuela se había quedado dormida.

¿Dormida? No, algo le decía que no estaba dormida. Su cuerpo estaba demasiado inmóvil, sus labios no se movían como lo harían los de alguien que respirase con normalidad. Se concentró en su pecho. Un segundo…dos segundos…ningún movimiento. Tres segundos…cuatro segundos…ningún movimiento.

Azael se abalanzó sobre la cama y pegó su oreja al pecho de su abuela, justo por encima de donde creía que se encontraba el corazón. Recordaba haber encontrado más de un dibujo del cuerpo humano en los montones de libros que había leído en su corta vida, recordaba que en ellos podía verse la ubicación de los órganos internos. Juraría que estaba allí, justo donde había colocado la oreja, o al menos a una distancia suficiente como para poder escucharlo palpitar. Pero no lo escuchaba. No encontraba el sonido de su latir. Miró hacia todas partes pensando en lo que podía hacer, sus ojos se movían con rapidez de una esquina a otra de la habitación. No se le ocurrió nada. No conseguía centrar sus pensamientos, era como si, de repente, su cerebro se hubiera apagado por completo y solo se molestara en asegurarse de que siguiera respirando. La certeza lo golpeó en el centro del pecho con tanta fuerza que lo levantó de la cama. Su abuela, lo que más quería en el mundo, lo único que tenía en la vida, había muerto. Puso sus manos sobre las de su abuela y le cruzó los brazos sobre el pecho. Su cara reflejaba una calma inusual y eso hizo que se sintiera un poco mejor mientras sentía las lagrimas resbalar por sus mejillas. Salió de la habitación, y tras juntar en un macuto las pocas cosas de valor que poseía y una hogaza de pan del día anterior, cerró la puerta de madera pintada de verde por última vez. Se dirigió a la casa del médico, una estructura de dos pisos que se encontraba unas cuantas casas más allá, y después de comunicarle la muerte de su abuela, y de escabullirse con una excusa que olvidó tan pronto como salió de su boca, se encaminó hacia la arboleda que rodeaba la ciudad. Una vez llegado a los primeros arboles se detuvo por unos minutos para intentar decidir hacia donde ir a continuación. No tenía nada y su única familia yacía sin vida en la cama del que nunca volvería a ser su hogar. No conocía nada más que aquella ciudad que lo había visto nacer y que ahora quedaba a su espalda. No tenía ni idea de lo que podía encontrarse más allá de aquellos enormes arboles que lo contemplaban desde las alturas, impasibles, y nunca había sentido la necesidad de descubrir nada.

Así que comenzó a andar. Sin rumbo fijo, sin un destino concreto. Tan solo puso un pie en el camino y el otro lo siguió.

Caminó durante todo el día, sin apenas pararse a descansar, y durante toda la noche. Y siguió caminando. Lo hizo hasta que los pies comenzaron a llenársele de ampollas. Pero no tenía ningún motivo para detenerse, nada había que lo retuviera en un mismo lugar más de lo que tardaba la sombra de un árbol en cambiar de posición bajo la luz del sol de mediodía, así que siguió caminando hasta que las ampollas desaparecieron y las plantas de sus pies se hicieron tan duras como el camino que pisaban sus gastados zapatos. Vio cambiar de traje a la dama blanca que presidia el cielo, la vio llenarse y vaciarse hasta desaparecer, y su corazón no podía evitar encogerse cada vez que la miraba, rodeado de la oscuridad de la noche. Recordaba cada una de las veces en las que su abuela le había hablado de la Luna.

La hogaza de pan apenas había durado una semana, y ahora solo quedaban unas pocas migas repartidos por el fondo del macuto. Sobrevivía a base de los frutos y plantas que encontraba en los bosques que rodeaban ambos lados del camino, había aprendido por las malas que frutos podían ayudarte a calmar el hambre y cuales te hacían tener que cavar una letrina cada dos pasos, y aprovechaba los riachuelos y arroyos para saciar la sed. Durante la primera semana apenas durmió. La siguiente pegaba cabezadas cuando se sentaba para descansar un poco antes de proseguir con su camino. Al mes de haber empezado a caminar tan solo había conseguido dormir durante un par de noches enteras. Al tercer mes sus ropas estaban carcomidas por los roces y los enganchones entre matas de zarzas, los zapatos apenas tenían suela y el pelo comenzaba a ocultarle por completo las orejas.

Esa noche había dormido a ratos, con el cuerpo encajado entre dos gruesas raíces para las que la tierra parecía haberse quedado pequeña. Aquellos dos pequeños muros de madera habían servido para resguardarle del viento que soplaba en aquellas tierras al caer la noche, pero el terreno no era del todo llano y se había despertado con un dolor bastante molesto en el cuello que le impedía girar la vista por completo hacía su derecha. Se sacudió el polvo de lo que quedaba de los pantalones marrones y recogió el macuto del suelo. Miró a su espalda, acordándose de hacerlo girando el cuello hacía la izquierda para evitar la punzada de dolor, hacía el sendero por el que había venido el día anterior y volvió la vista hacia el frente, hacia la barrera de delgados troncos de corteza rojiza que se elevaba en el horizonte. Dedicó un último vistazo a su campamento improvisado pensando en cuando sería la próxima vez que tuviera un golpe de suerte igual y comenzó a caminar. Sus pies ya no necesitaban que la cabeza les dijera que era lo que se esperaba de ellos, sabían que tenían que hacer y simplemente lo hacían.

Pronto los delgados arboles rojos pasaron a ser troncos tan anchos como la espalda del herrero de una ciudad que ya solo recordaba vagamente. Una fila de gruesos troncos de corteza agrietada de color teja. Y tras esa primera fila, una segunda. Y tras la segunda…una tercera. Así sucesivamente hasta donde sus ojos alcanzaban a ver desde donde se encontraba. Más allá de la cuarta fila todo comenzaba a oscurecerse, los arboles formaban una red entrelazada, de tal manera que dejaba poco resquicios por los que los rayos de sol pudieran colarse. Alzó la vista para ver las copas de los árboles y se topó con un techo de ramas entrecruzadas que se retorcían hasta convertir aquel paraje en una especie de caja de madera gigantesca.

Traspasó la primera hilera de arboles y enseguida se encontró delante de la segunda. Hizo lo propio con esta, esquivando los troncos y dejándolos a izquierda y derecha, y con la siguiente, y con la que se encontró después. Durante casi media hora se dedicó a esquivar enormes troncos, algunos con la corteza agrietada y otros a los que se les caía a cachos, había perdido de vista la luz del sol y comenzaba a pensar que no hacía más que caminar en círculos. ¿Qué se supone que iba a hacer si se perdía en aquel espeso mar de arboles? Allí no parecía crecer nada, no tendría nada que llevarse a la boca, ni de comer ni de beber. De pronto sus manos, estiradas hacia delante a modo de avanzadilla, dejaron de encontrar apoyos. Levantó la mirada y los rayos del sol lo cegaron durante unos segundos. Lo que sus ojos vieron después de adecuarse a la claridad lo dejó perplejo: estaba viendo una pequeña ciudad, o más bien una aldea. Detrás de la tupida red de arboles un grupo de diez o doce casas bajas se aglutinaban alrededor de un roble cuyo tronco tapaba casi por completo la más alejada de ellas. Brotes de yerba abrían el empedrado del suelo en busca de los rayos de sol que se colaban entre el tupido ramaje de los arboles que sitiaban aquel lugar. Se dirigió hacia el gran roble mientras miraba a su alrededor embargado por la curiosidad y la sorpresa a partes iguales. Todas las casas eran bastante similares, de fachada tan blanca que parecían brillar bajo la luz del sol y coronadas por tejados en los que se apilaban las tejas rojas. Casi todas tenían un par de ventanas, más o menos a un metro del suelo, y una puerta de madera de un rojo similar al del tejado. Había un par que eran un poco más altas, le recordaron a la casa del alcalde de aquella que una vez fuera su ciudad, y contaban con otras dos ventanas en lo que parecía ser un piso superior. Tanto las puertas como las ventanas de todas ellas estaban orientadas hacía el gran tronco que parecía presidir aquel lugar. Se acercó más a él, un gran roble de corteza nudosa, y vio como una fila de piedras describía un circulo completo a su alrededor como si de un asiento se tratase. Continuó acercándose hasta que se percató de que había alguien sentado en una de las piedras, con la espalda apoyada contra el ancho tronco.

 

–  Parece que tenemos un turista –dijo la desconocida sin levantar la mirada de lo que fuera que estuviera mirando-, hace mucho tiempo que nadie venía a visitarnos.

Las contraventanas de madera barnizada que protegían algunas de las ventanas de las casas comenzaron a abrirse una tras otra y pudo contar al menos una docena de personas que lo saludaban con una sonrisa mientras le dedicaban un “bienvenido amigo” a coro.

 

–  Hola –fue todo lo que alcanzó a decir Azael, abrumado por aquel recibimiento-, muchas gracias.

Aquellas palabras salieron temblando de su garganta, como desconocidas después de tanto tiempo sin apenas cruzar más de una frase con un ser humano. A las plantas y a los animales no había dejado de hablarles desde la primera semana de camino, hubo días en los que llegó a pensar que estaba empezando a perder la cabeza tras varias horas de charla con un matojo del camino o con aquel erizo que se coló en su campamento improvisado aquella noche. Ese caluroso recibimiento era la primera muestra de afecto que recibía desde hacía mucho, mucho tiempo. Los habitantes de las casas fueron desapareciendo uno a uno tras las cortinas dejando las ventanas abiertas de par en par. Azael se acercó hasta una de las piedras cercanas a la que ocupaba la mujer que seguía con la mirada fija en ninguna parte, dejó el sucio macuto en el suelo y se sentó. Sin que se diera cuenta un suspiro de alivio escapó directamente desde el interior de su pecho cuando al fin dejó de notar el peso de todo su cuerpo sobre los maltratados pies.

 

– Parece que tus pies se alegran de que hagas un alto en el camino, ¿vienes de muy lejos? –su mirada continuaba fija, o perdida.

– La verdad es que no sé muy bien donde estoy ahora mismo –le contestó con toda sinceridad-, nunca había salido de la ciudad en la que nací, y me temo que no recuerdo cuanto tiempo llevo andando. Así que…supongo que la respuesta es un no sé.

– Claro, ahora entiendo porque has conseguido llegar aquí –lo dijo para sí misma y clavó sus ojos en él, por primera vez pudo ver el increíble color verde que los teñía, un verde suave, como el de las primeras yerbas de primavera.

– ¿Perdona? –apenas había conseguido escucharla, pero lo que había oído no tenía sentido para él -, tampoco se puede decir que el camino hasta aquí esté demasiado oculto.

–  Jajaja –sus labios eran finos, algo más carnosos en su parte central, era realmente hermosa –no me refería a eso  jovencito.

<<Aquí no se planea venir, aquí se llega. Muchas personas salieron un buen día de sus casas con la firme intención de encontrar esta ciudad. O aldea, llámala como quieras. El caso es que ninguna de esas personas lo logró. Muchas de ellas, las más sabias, desistían al cabo de un par de meses de recorrer caminos, subir montañas, seguir senderos, cruzar ríos… otras tardaban años en darse por vencidas y aceptar la verdad… probablemente las más estúpidas de ellas aun continúen ahí fuera, buscándola. Buscándonos. Pero como te he dicho antes este lugar no es algo que pueda buscarse, este lugar se encuentra cuando no lo haces. Si caminas en su busca, intentado alcanzarla, se esconde y se aleja, pero si lo haces sin ningún destino… sin ninguna intención… puede que un buen día, sin pretenderlo, te encuentres frente a un oscuro bosque de arboles de extraña corteza roja y… pero dejemos las historias para más tarde, apuesto a que tu estomago me lo agradecerá si le doy algo de comida caliente y un buen trago de zumo de uva>>

La mujer se frotó los muslos enérgicamente con las palmas de las manos como si tratase de desentumecer las piernas y se puso en pie con un movimiento extremadamente ágil y elegante. Azael permaneció sentado unos segundos, contemplándola mientras sopesaba la invitación: de pie parecía aun más hermosa. Le sacaba dos cabezas y tenía el pelo del color de un rayo de sol al reflejarse sobre una gran superficie de oro. Pero su estomago no tenía ningún interés en contemplar las hermosas curvas que aquel vestido blanco que llevaba puesto le otorgaba a su cuerpo y gruñó de tal manera que sus mejillas se sonrojaron.

 

– Jajaja –se rió ella dejando entrever unos dientes blancos como perlas -¡veo que no me equivocaba respecto a tu estomago! Por cierto, creo que no me he presentado: mi nombre es Sela.

– Encantando de conocerte Sela –se puso en pie -, yo me llamo Azael, y te doy las gracias por tu amabilidad.

Dejó que sus palabras flotasen en el aire durante lo que dura un bostezo antes de seguirla hasta una de las casas más cercanas al gran árbol.

Comió más de lo que recordaba haber comido jamás y disfrutó de cada una de las jarras llenas de un zumo de uva increíblemente dulce con las que su anfitriona le obsequió. Tras terminar de cenar Sela le acompañó hasta la que sería su habitación aquella noche y de camino le mostró donde podría asearse y quitarse el polvo del camino. El contacto con el agua caliente lo relajó hasta tal punto que los ojos comenzaron a cerrársele. Los tensos músculos de su delgado cuerpo se desentumecieron, revelándole dolores en lugares en los que antes no sentía nada. Al salir de la ducha le sorprendió ver que tenía una camisa y unos pantalones limpios sobre el colchón de la cama. Miró alrededor en busca de su vieja y desgastada ropa pero no estaba en la habitación. Lo que si vio fue su macuto, junto a una mecedora de mimbre y unos zapatos negros que no eran los suyos: aquellos tenían suela. Se puso aquella ropa y bajó las escaleras que dividían la casa en dos plantas. No encontró a nadie en el salón, tampoco había nadie  en la cocina y no recordaba haber escuchado ningún ruido en el piso de arriba. Se quedó pensando un momento, intentando decidir qué hacer a continuación mientras paseaba la mirada por la cocina cuando creyó ver una sombra recostada contra el tronco del roble que presidía la ciudad. Salió por la única puerta de la casa tras atravesar el oscuro salón y reconoció a Sela sentada en la misma piedra en la que la había conocido. Avanzó hacia ella mientras levantaba un brazo a modo de saludo.

 

– Buenas noches –lo saludó su anfitriona -,  veo que no me he equivocado con la talla –lo miró de arriba abajo.

– Muchas gracias –dijo pasándose las manos por la suave tela de los pantalones –no tenías que haberte molestado.

– ¿Tú crees? –parecía divertirse –no podía permitir que fueses medio desnudo por ahí. ¿Qué iban a pensar de mi como anfitriona? No, no soy de las que dejan que sus invitados paseen vestidos con harapos teniendo yo algo mejor que ofrecerles.

– Oye Sela… -necesitaba escoger con cuidado las palabras, después de lo bien que se estaba portando con él no quería meter la pata –antes has dicho que sólo se llegaba a este lugar si no lo estabas buscando –tomó aire -¿Cómo llegaste tú aquí? ¿y el resto?

Sela desvió la mirada como intentando encontrar el punto en el que la había tenido concentrada la primera vez que habían hablado juntos.

 

–  No es asunto mío contarte como acabaron el resto en la ciudad perdida –era la primera vez que pronunciaba el nombre por el que aquel lugar era conocido al otro lado del denso muro de troncos de corteza roja -, pero puedo contarte como terminé yo aquí. No toda la historia, eso nos llevaría demasiado tiempo y no es un viaje demasiado agradable para mí, pero si un pequeño resumen de ella.

<<Nací en un pequeño pueblo del norte, al pie de tres grandes montañas. Todo iba bien, al menos todo lo bien que puede irle a una niña en estos tiempos: tenía una madre que me cuidaba, un padre que jugaba conmigo y cuidaba mucho de ella y un hermano mayor que me enseñó a recoger maíz, a sembrar tomates y a diferenciar las setas que podía utilizarse para cocinar de aquellas que eran venenosas. Pero un día un rayo calló en uno de los arboles que había cerca de una de las casas del pueblo y el fuego se propagó increíblemente rápido, devorándolo todo de una casa antes de pasar a la siguiente. Las mismas montañas de las que tan orgullosos estábamos por protegernos de los vientos huracanados que soplaban en aquella región también desviaban el curso de cualquier rio lejos del pueblo, por lo que sofocar las llamas resultó una batalla perdida de antemano. Yo estaba en el bosque, buscando setas para demostrarle a mi hermano cuanto había aprendido, y lo que encontré al regresar fue… La verdad es que aunque quisiera contarte algo más no sé si sería capaz, los recuerdos son bastante confusos, solo sé que cuando no me quedaron más lagrimas comencé a caminar. No sabía que podía hacer, ni a donde podía ir, pero allí ya no quedaba nada para mí, todo mi mundo estaba reducido a cenizas a mí alrededor. Pasé por muchas ciudades: en algunas me trataron bien, en otras tuve que estar más tiempo escondida entre sombras que a la luz del sol por miedo a todo el mundo. Pero no pude quedarme en ninguna de ellas porque… supongo que porque no las sentía como si fueran mi hogar. El resto, imagino, es bastante similar al viaje que te ha traído a ti hasta aquí: dormía cuando podía y donde podía, comía lo que encontraba en los bosques… hasta que un buen día me encontré en frente de unos árboles de corteza roja, me aventuré entre ellos y descubrí este lugar>>.

 

Azael se quedó sorprendido por las similitudes entre la historia que acababa de escuchar y la suya propia.

– ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué haces tú aquí?

– Yo… -hizo una pausa intentando encontrar las fuerzas para continuar –mi abuela murió mientras le leía un libro. Ella era todo lo que tenía.

Azael notó como si algo se rompiese en el mismo centro de su pecho. Llevaba mucho tiempo sin pensar en su abu y hablar de su perdida en voz alta hacía dolorosamente real la certeza de que ahora estaba completamente solo en el mundo.

– Ella era todo lo que tenía, y cuidar de ella era todo lo que sabía hacer –ahora era él quien tenía la mirada fija en ninguna parte -. Solo hay otra cosa que se me da bien: andar. Y eso es lo que hice, andar y andar. Hasta que llegué aquí.

– Ya veo… y apuesto a que piensas que la vida ha perdido toda razón de ser para ti, ¿verdad? –se giró para quedar frente a él- Déjame que te diga una cosa que he aprendido a medida que han pasado los años desde que llegué aquí: todos tenemos una misión en este mundo. Todos estamos aquí para hacer algo. Yo, por ejemplo, me di cuenta de que era aquí donde debía estar, ayudando a los que como tú, y como yo en su momento, creemos que nuestros caminos no nos llevan a ninguna parte.

– Yo no serviría para eso –aseguró.

– Puede que tengas razón, o no –afirmó Sela con una sonrisa en sus finos labios-. Lo que sí es seguro es que el camino es diferente para cada uno de nosotros Azael, y que por mucho que no sepas hacer una, o diez cosas, eso no significa que no sirvas para nada. ¿Has dicho que le leías a tu abuela, no?

– Si, ella me enseñó a leer y cuidó de mi después de que mis padres murieran –recordó las largas noches a la luz de la lámpara de la habitación de la que un día fue su casa-, yo se lo agradecía ayudándola en todo lo que podía. Le encantaba leer, pero sus ojo…

– Entiendo. Así que has leído mucho, probablemente incluso más que yo. Seguramente también sabrás escribir, ¿me equivoco?

Azael asintió con la cabeza.

– Si. De vez en cuando le escribía alguna cosa, pero creo que no lo hacía demasiado bien, ella siempre se reía cuando terminaba de leerlo.

– Tal vez se riera porque le resultaba gracioso que hubieras aprendido tan rápido –le guiñó un ojo y continuó-. Pero, ¿sabes qué? Creo que es lo que puedes hacer mientras encuentras tu verdadero camino. Espérame un segundo aquí.

Sela se levantó y fue hasta la casa cuya puerta se le había olvidado cerrar a Azael. Pasaron diez minutos, durante los cuales se había dedicado a contemplar el suave brillo de la luna, hasta que Sela volvió a salir de la casa cerrando la puerta tras ella. Cuando estuvo a una distancia suficiente como para que la luz de la luna iluminara su rostro se dio cuenta de que traía algo bajo uno de los brazos.

– Esto es para ti –se sentó a su lado de nuevo y le tendió lo que sujetaba con ambas manos.

Azael observó el cuaderno que Sela acababa de entregarle. Las cubiertas eran de una piel que estaba teñida de un color similar al del vino, y a primera vista le pareció que tenía más hojas que cualquiera de los libros que él hubiera leído. Lo abrió con todo el cuidado del mundo mientras dominaba la curiosidad que lo invadía. Pasó su mano por una de las blancas hojas de papel y le pareció lo más suave que habían tocado sus jóvenes dedos.

– Te propongo un trato- le dijo Sela mientras él seguía ensimismado pasando las hojas en blanco-. Puedes llevarte este cuaderno cuando te marches de aquí. Noto en tu mirada las ganas de volver al camino en busca de tu futuro, y sin duda durante tu viaje tendrás la posibilidad de escuchar muchas y diferentes historias. Escríbelas en este cuaderno y cuando se acaben sus hojas, o decidas que tu viaje ha terminado, vuelve aquí para devolvérmelo. En este lugar no solemos contar con muchos entretenimientos y estoy segura de que todos –describió un amplio círculo con sus manos abarcando todas las casa- estaremos encantados de leer los emocionantes relatos que hayas podido recopilar.

– Y, ¿como sabré si las historias que me cuentan son ciertas? –apartó la mirada del cuaderno por primera vez desde que se lo entregara para mirarla a los ojos-, dudo que os interesen cuentos de hadas o historias tan antiguas que no se sabe si son realidad o invención…

–          Tranquilo, no tienes que preocuparte por eso –puso una mano sobre las tapas del cuaderno y dejó que su mirada vagara por ellas-, en cuanto escribas la primera frase en esas hojas sabrás si la historia es cierta o sólo uno de esos cuentos de hadas de los que has hablado –le pareció verla sonreír-. Hagamos una prueba para que veas de que te hablo. Toma esta pluma y este bote de tinta y escribe una frase de alguna historia que sepas a ciencia cierta que no es real.

Azael cogió la pluma y el pequeño botecito negro que Sela le estaba ofreciendo y volvió a abrir el cuaderno, por la primera página esta vez, con el mismo cuidad con el que lo había hecho la primera vez. Dejó el bote de tinta a su lado, desenroscó el tapón y empapó la punta de la pluma en el negro y espeso liquido. Se quedó pensativo, intentando recordar alguna de esas historias que todos hemos leído o escuchado a lo largo de nuestra vida y que sabemos que son ficción. Recordó un cuento que su abuela solía contarle cuando aun no sabía leer.

 

Se trataba de una historia sobre un hombre tan alto que sus vecinos lo temían porque decían que alguien así no podía ser “natural”. Aquel hombre era tan alto que tenía que agacharse incluso para poder entrar por el gran pórtico de la iglesia de su aldea y se veía obligado a dormir sobre montones de paja al no existir cama lo suficientemente grande y resistente para soportar su gran estatura. Su abuela ponía especial empeño en que se diera cuenta de que lo importante no era el aspecto físico de una persona, si no lo que aguardaba a ser descubierto en su interior. Aquel hombre tuvo que abandonar su aldea cuando comprendió que nadie llegaría a aceptarlo nunca debido a su aspecto. Se resguardó de cualquier mirada de desprecio  en uno de los montes más antiguos de la región. Allí construyó una gran casa en la que la altura no era impedimento. Una noche, cuando salió a contemplar las estrellas porque no podía dormir, se quedó embelesado al contemplar la gran esfera blanca que bañaba con su blanca luz las copas de los arboles cercanos. Le parecía sorprendentemente grande y cercana, tenía la sensación de que si estiraba los brazos podría acariciarla. Y así lo hizo, estiró sus largos brazos y notó el frio que desprendía la luna, solitaria como él. Pasó sus manos por toda su circunferencia y le limpió un par de cráteres en los que se le había acumulado tierra con el paso de los años. De repente la luna le sonrió. El frio desapareció y una templada brisa reconfortó su solitario corazón. Desde aquella noche nunca volvió a estar solo a pesar de que ningún ser humano se atreviese a subir hasta la cima de aquel antiguo monte. Cada noche la luna se acercaba a él y lo abrazaba con su luz plateada y clara. Él le devolvía el abrazo y limpiaba sus grietas de tierra y polvo.

Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Azael al darse cuenta de que su abuela no volvería a contarle ninguna historia como aquella. Se concentró en apartar aquella certeza de su cabeza y notó el peso de una de las manos de Sela en su hombro. Levantó la mirada y la vio hacerle un gesto con la otra mano, como invitándolo a comenzar a escribir. Así lo hizo y contempló maravillado como cada palabra que escribía desaparecía dejando la página de nuevo en blanco, como si nunca hubiese sido utilizada.

– Si lo que escribes en estas páginas no es verdad, no permanecerá escrito –le explicó al ver su cara de asombro-. No me preguntes como, pero el cuaderno sabe diferenciar entre una historia real y una que no lo es.

Azael asintió en silencio, perturbado por lo maravilloso y misterioso de lo que sus ojos acababan de contemplar. Sentía decenas de preguntas sobre aquel extraño cuaderno arremolinándose en su cabeza, pero Sela le había dicho que no sabía el por qué y él la creía. Cerró con delicadeza el cuaderno, lo apoyó sobre sus rodillas e hizo lo propio con el bote de cristal, posándolo con suma delicadeza, junto con la pluma, encima de las gruesas tapas.

– Bueno, creo que va siendo hora de irse a dormir –concluyó-, imagino que querrás partir con los primero rayos de luz de la mañana, ¿no es así?

– Si –confirmó él-. Has sido muy amable conmigo, pero creo que aun no estoy preparado para dejar de caminar. Siento como si…

– Se a lo que te refieres, yo sentía exactamente lo mismo cuando pasaba por una ciudad que me gustaba: podría haberme quedado en cualquiera de ellas, pero creía que aun tenía mucho que descubrir. No te preocupes –lo tranquilizó-, si tu sitio resulta ser este volveremos a vernos.

Los dos caminaron en silencio de vuelta a la casa blanca y se despidieron en el salón antes de subir a sus habitaciones.

Esa noche apenas consiguió dormir dos horas seguidas, a pesar de que el colchón era lo más mullido en lo que había apoyado su espalda desde hacía muchos meses, y cada vez que se despertaba no podía evitar dirigir la mirada a la silla en la que descansaban el cuaderno, la pluma y el tintero. A la mañana siguiente, después de llenar el estomago con un buen pedazo de esponjoso bizcocho que la misma Sela preparó y una jarra de leche bien fría, abandonó la ciudad perdida.

 

 

El teléfono de su despacho sonó tirando por tierra el mundo que Jorge estaba construyendo con sus palabras.

– Valla por dios –se lamentó mientras miraba a Sara-, me temo que tendremos que hacer un pequeño descanso.

– ¿Me contarás más? –le contestó la pequeña con los ojos abiertos como platos-, Azael me da mucha pena…

– No te preocupes, su historia mejora con cada nuevo paso que dan sus pies. Ya lo verás –le dedicó una sonrisa a Sara, se puso en pie y entró en casa.

Solo existía una persona tan persistente como para seguir llamándolo periódicamente a pesar de lo reticente que era él a contestar al teléfono. Cuando llegó al despacho miró la pequeña pantalla del identificador de llamadas. No se había equivocado, se trataba de su editor.

Samuel era algo más joven que él, hecho que lo había llevado a reflexionar durante una semana antes de tomar la decisión de convertirlo en su editor. Pero a pesar de que su juventud podría ser sinónimo de inexperiencia en un mundo en el que eran los años los que otorgaban respeto tenía que reconocer que se movía como pez en el agua, en un agua atestada de tiburones del resto de editoriales de la ciudad. El teléfono dejó de sonar y Jorge encendió el portátil que tenía sobre una de las estanterías situadas a su izquierda. Antes de que la inconfundible melodía de inicio de Windows brotara por los altavoces el sonido del teléfono volvió a romper en mil pedazos el silencio que moraba en aquella casa. Descolgó el auricular y volvió a colgarlo mientras el ordenador terminaba de arrancar. Al entrar en su bandeja de correo electrónico se encontró con un mail de Samuel esperando para ser leído. Era lo habitual: su editor lo llamaba, él le colgaba (o simplemente no contestaba), y automáticamente recibía un correo electrónico en el que le explicaba el motivo de intentar ponerse en contacto con él. La última llamada no contestada había sido aquella misma mañana, a primera hora. Abrió el mail y comprobó que el contenido seguía el mismo patrón de otras veces: en las primeras líneas se interesaba por su estado para continuar después con el verdadero motivo, preguntarle sobre los capítulos de su autobiografía que debía haberle enviado a principios de semana, o sobre este o aquel proyecto que tenía entre manos. Hubo una época en la que la incansable insistencia de Samuel le había llegado a parecer molesta. Él no estaba acostumbrado a marcarse fechas de entrega para lo que escribía, tenía más que comprobado que había días en los que, por mucho que se empeñase, sus musas se escabullían dejándolos solo ante un papel en blanco. Pero con el tiempo había comprendido que su joven editor no hacía más que el trabajo por el que le pagaban. Tecleó una respuesta que aplacaría sus ansias mientras maldecía el momento en el que había aceptado el encargo de escribir una autobiografía y pensó en el folio a medio escribir que tenía encima del escritorio. Era de los que prefería escribir a mano, desgraciadamente Samuel prefería trabajar con ordenadores. En el mensaje que le envió le agradecía el constante interés por su estado, el contaba que estaba bien y le adjuntaba un par de relatos cortos de los muchos que permanecían olvidados en las carpetas de su ordenador o en los varios archivadores que descansaban en uno de los estantes de su librería. En realidad su respuesta era la misma que le había mandado meses atrás, idéntica a las que le había enviado durante el año siguiente al accidente.

Una vez más obligó a sus recuerdos a permanecer velados en su cabeza, apagó el ordenador convencido de que no tendría noticias de Samuel en las siguientes dos semanas más o menos y desandó el camino hasta la puerta de la cocina. Paseó la mirada por el jardín en busca de Sara, pero la pequeña no estaba. Se acercó hasta donde Noa seguía tumbada y le soltó la correa. Pasó una de sus manos por el suave pelo corto de la perra y en recompensa por sus caricias recibió un lametazo en la mejilla. Se rio mientras se secaba las babas con la manga del jersey y el sonido de su risa le pareció extrañamente lejano, como si en realidad no fuese él quien se estuviera riendo.  Se dirigió a la zona de la valla que Sara había señalado, donde se suponía que estaba el agujero por el que se había colado en su jardín, pero al apartar los setos comprobó que no había agujero alguno. Repitió la operación en tres ocasiones más siguiendo el recorrido de los arbustos en dirección a la entrada de la cocina. No encontró ni rastro de agujero alguno. No parecía que la valla estuviera rota en ningún punto. Como has entrado… se repetía mientras volvía a comprobar la valla por quinta y última vez. Nada. La madera estaba perfecta en todo el recorrido desde el fondo del jardín hasta las escaleras de entrada a la casa. Regresó a su estudio intentando recordar si había dejado abierta la puerta del jardín. Intentó también imaginarla, pequeña y delgada como era, trepando el casi un metro de altura que tenía la valla.

Cuando quiso darse cuenta estaba junto a la vieja silla del despacho. Se sentó, sus piernas ya no estaban acostumbradas a andar ni a agacharse durante tanto tiempo y notaba un ligero dolor en los gemelos, y dejó que sus ojos vagaran por las pilastras de madera maciza que nacían en el suelo y morían a escasos centímetros de la moldura de escayola que decoraba el techo. Su mirada resbaló por las vetas de la madera hasta los archivadores azules que descansaban en el cuarto estante de la segunda estantería. Allí estaban guardados todos los cuentos, relatos e historias que había escrito cuando Ángela estaba viva. Mi pequeña…, apenas fue un susurro, pero el hecho de volver a pronunciar aquellas dos palabras fue suficiente para que las puertas de su memoria se abrieran de par en par. De ellas brotaron sentimientos que él mismo había enterrado en el más profundo de los agujeros que había conseguido escavar en su mente. Volvió a ver el dorado pelo de su hija revoloteando en el aire mientras ella le pegaba patadas a las hojas secas que bañaban el suelo aquel otoño, aquel jodido otoño. También recordó a Beatriz, Bea como acostumbraba a llamarla él, corriendo tras ella para que se pusiera la cazadora cuando había empezado a chispear. Bea. Esas tres letras significaban mucho en su mundo. Aquellas tres letras fueron una vez la llave maestra de todos los candados de su imaginación. Volvió a pronunciarlas y miles de agujas lo atravesaron haciendo que sangrara lágrimas de dolor. Aun y a pesar de que ya no estuviera con él seguía agradeciéndole al cielo que la hiciera cruzarse en su camino. Ella lo inspiró hasta límites insospechados, y Ángela lo convirtió en la persona más feliz que hubiera conocido el mundo. Y ahora no tenía a ninguna de las dos, ahora no tenía nada… excepto a Noa, todavía tengo un alma afín en esta vida. Esa idea lo consoló y aplacó el dolor hasta el punto de hacerlo soportable. Se puso en pie apoyando una mano en el reposabrazos para hacer fuerza y estiró la otra hasta uno de los dos archivadores que llevaban el nombre de su amada hija escrito en el lomo. Lo abrió mientras regresaba a la silla y lo dejó sobre la mesa. Pasó las hojas sin fijarse en nada en particular hasta que sus manos se detuvieron en una en concreto. Jorge le dedicó un minuto y comprendió el por qué: aquel era el cuento preferido de Ángela. Enfocó la vista y comenzó a leer un párrafo al azar.

 

Venid, seguidme a otro lugar en el cual podamos hablar sin inquietudes, pues no es para tomarse a broma la cuestión que me pedís que os aclare. Siempre fuisteis de una curiosidad inagotable, intentando averiguar a cada momento lo que a otros se les escapa. Pero bien, basta de recuerdos que para nada vienen al caso en el tema que nos atañe, y por vuestra mirada diría que sois de mi misma opinión. De acuerdo pues, pasemos a ese tema por el que tanto tiempo lleváis preguntándome y que largo tiempo llevo aplazando. Pero antes debéis comprender lo que le conocimiento que buscáis conlleva, y creedme, por dios, creedme pues no por gusto he mantenido lo que ahora os revelaré sepultado en mi memoria. Sed consciente de que lo que me pedís os traerá consigo un sinfín de enemigos dignos de ser temidos, y que a su vez estos enemigos traerán otros de igual calaña con el único fin de acabar con vuestra vida, al igual que llevan intentado acabar con la mía tanto tiempo. ¡Pero que estoy diciendo! Me temo que en ocasiones olvido de en qué os habéis convertido. Durante largos años os he visto crecer, a vos y a vuestra espada, y desde el día en que vuestra señora madre, que era mi señora, os confió a mi supe que este día llegaría antes o después. ¡Pardiez! Todavía me parece oír a vuestra madre suplicándome entre sollozos que cuidase de vos como había cuidado de ella durante tantos años: “un favor os pido, mi fiel Albert, un último favor. Y lo hago de la manera más humilde y personal. No permitáis que nada malo le suceda a mi pequeña, por vuestra divina salvación querido amigo, procurad bien para ella pues, aun a riesgo de perderlo todo, ella es lo que más me importa… y ante todo nunca, y permitidme que recalque esta palabra, nunca, reveléis su verdadero nombre. Que ni el mismísimo Satanás surgiendo de las tinieblas consiga arrancaros ese secreto, del que dependerá sin duda su supervivencia. Haced que reciba un nuevo nombre, al igual que nuevos apellidos. Respecto a la marca… haced todo lo posible, incluso lo imposible también, porque no sea vista por nadie jamás, y si algún ojo inocente la sorprendiera… ¡que nuestro señor nos perdone y le perdone a él también pues tendréis que acabar con su vida!”.

Os juro por las piedras que dan forma a aquella cruz que se ve a lo lejos que jamás en vida creo poder volver a sentir tanto peso como sentí aquel maldito día sobre mi alma. Como habréis podido entender tiempo no era precisamente lo que sobraba, por lo que me vi galopando hacia ningún lugar, sin mirar atrás y sin una idea clara en el tumulto que era en aquel instante mi cabeza. Solo cuando estuve completamente seguro de que nadie me había seguido di descanso al pobre animal que tuvo la desdicha de servir a tan noble empresa. No sabía muy bien hasta donde me había alejado del peligro, pero a juzgar por la penosa imagen que presentaba el caballo debí galopar unas veinte leguas en poco menos de diez minutos.

 

Jorge apartó la vista de la hoja y se asombró al notar que la imagen de su hija, escuchando atentamente mientras él le contaba el último cuento que había escrito para ella, hacía que el dolor menguara un poco más hasta convertirse en un leve susurro.

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